CINE IÑARRITUENSE: Bardo, falsa crónica de supuestas verdades
Por: Mónica Heinrich V.
Finalmente parió la burra. Habemus una nueva categoría de cine. El cine iñarrituense. Ajá, es algo que se viene gestando desde hace años y que nos tenía debajo de un mango pensando con mucha nostalgia en: ¿Qué será lo próximo que nos regalará (a nosotros, los pobres mortales) míster Alejandro González Iñárritu? ¿Qué será, será?
Y así se estrenó Bardo, falsa crónica de supuestas verdades. Y así un día la vimos en medio de nuestro siempre vertiginoso netflixeo de fin de año. Y así pasamos por varias etapas. Porque lo de Bardo no se explica simplemente con me gustó o no me gustó, véanla o no véanla, hay una complejidad propia del chef que le echa sal a la comida haciendo una pose extraña con el codo (Hola, Salt Bae).
Al inicio de la más reciente película de Iñárritu la primera reacción es: ¿Qué carajos es esto? Con asquito y fastidio, porque sí: ¿qué carajos es eso? La paciencia largamente adquirida en exhibiciones onanistas cinéfilas da paso a la siguiente fase: ¿POR QUÉ, POR QUÉ NOS HACÉS ESTO, ALEJANDRO? En mayúsculas, como corresponde. Luego, intentamos racionalizar: Bueno, está hablando de él, es su derecho; no necesariamente tiene que gustarnos lo que él hace; él ya no necesita hacer mucho más; él, él, él. Finalmente viene la aceptación: Puede que no esté tan mal; tiene sus cositas; las he visto peores; quizás Biutiful y Babel nos hicieron demasiado daño. ¿Era penal o no era penal?
Entremos de lleno en esta odiosa reseña de más que cuestionables verdades.
La película tiene como protagonista a Silverio (Daniel Giménez Cacho) un documentalista mexicano residente en USA que regresa a México antes de recibir un prestigioso premio en tierras gringas. Ahí, el tipo se conflictúa por el choque cultural, por el reencuentro con amigos no tan amigos, colegas no tan colegas y sus raíces. En esos segundos iniciales cae la manga al pasto: oh, sorpresa, Silverio es un alter-ego de Iñárritu. La esposa Lucía (una muy argentina Griselda Siciliani que finge ser mexicana) da a luz y el niño, Mateo, es regresado (literal) al vientre materno. La explicación cursi aparece: Es que no quiso venir a un mundo tan feo. ¡No nazcan! gritaría el vecino de Gloria en Gloria de Sebastian Lelio. Mateo es un alter-ego de Luciano Mateo, el hijo de Iñárritu que murió en 1996 a los pocos días de nacer. Ya en la filmografía del mexicano veíamos en 21 gramos (2003) una mención a ese incidente cuando le dedicó la película a su esposa (la real): A María Eladia, pues cuando ardió la pérdida, reverdecieron sus maizales.
Con el plano de la cabeza atascada de Mateo a la salida de la vagina de Lucía es cuando nos damos cuenta que veremos muchas huevadas. Iñarrituadas, podríamos balbucear con rencor.
Así como en su momento Iñárritu hizo su trilogía de historias cortas, endogámicamente unidas por azares maravillosos del destino y las manos metiches del guionista/director (Guillermo Arriaga y él) con Amores Perros (2000), 21 gramos (2003) y Babel (2006), así vemos claramente una identidad compartida entre Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (2014) y Bardo, una crónica de falsas verdades. Primero, los títulos pomposos, figurettis y segundo sus protagonistas, ambos personajes narcisistas, claro, artistas incomprendidos que se cuestionan el pasado, el presente y el futuro (de estos sujetos está llena la viña del señor). Si vieron Birdman hasta se puede inferir cómo va a terminar Bardo.
Muchas cosas pasan en Bardo: hay números musicales, planos secuencias, cine dentro del cine, comentarios sociales, comentarios boludos, un humor que quiere ser humor, pero que solo consigue semisonrisas, y así. Son tres horas de simbologías y surrealismo que enmascaran los conflictos de siempre: el duelo por la pérdida de un hijo, la crisis de la mediana edad con todos clichés e inseguridades propias de cualquier personaje que la sufre, los dilemas parentales y generacionales de la migración, el racismo, el poder de las raíces, tus “cochinos” privilegios y bla bla bla bla.
Iñárritu parece querer expiar sus «pecados» burgueses mostrándole al espectador que es consciente de ellos. Los problemas planteados en la pantalla, sin minimizarlos, pertenecen a un hombre de clase privilegiada, exitoso, con familia heteronormativa que apoya sus pajeos, un tipo que soporta la crítica o cuestionamientos de personas «menos» talentosas o dotadas que él. En otro guiño (voluntario o no) a Fellini, Silverio tiene una charla con Luis Valdivia (Francisco Rubio) un periodista que hace de juez interior y hater de Silverio, que le echa en cara todas sus imposturas y que nos representa a los que a lo largo de los años hemos padecido más que disfrutado algunos trabajos del director mexicano. Silverio-Iñárritu, a su vez, puede darse el placer de responderle al sujeto o respondernos. En ese punto da mucha flojera seguirle el paso, pero la parte tuya que valora la propuesta “artística” de la película te transformará en mártir de la causa.
Desde el punto de vista histórico, podemos encontrar referencias de la necesidad de Iñárritu de congraciarse con lo indígena en El Renacido (reseñada ACÁ, donde también se hace uso de una pila de cadáveres indígenas en una especie de limbo al divino botón). En Bardo, a pesar de sus buenas intenciones, los personajes son estereotipados y ese México que dice que retrata está pasado por el tamiz del blanco que se siente culpable y quiere mostrar que no olvida sus raíces ni su pasado. #Soltá.
El tema de la migración ha sobrevolado Babel y Biutiful. En Babel el segmento destinado a la doñita que cruza la frontera con los hijos de los patrones y los lleva a un cumpleaños, para luego no poder regresar. En Biutiful la explotación de inmigrantes por parte del personaje de Javier Bardem y (nunca los olvidaré) los 25 chinos gasificados. Aquí el comentario social lo machaca Silverio sobre todo con las charlas de sus hijos Camila (Ximena LaMadrid) y Lorenzo (Íker Sánchez) alter-egos de los hijos de Iñárritu: Eladia y Eliseo.
En Bardo, Iñárritu usa casi ornamentalmente la batalla de los Niños Héroes, el suicidio de Juan Scutia con la bandera, la conquista de Hernán Cortés, las desapariciones militares, y el tema de los mojados y los transforma en casi instalaciones artísticas. Bien chingonas, diríamos en mexicano. La fotografía y los grandes angulares de Darius Khondji (que puede ser muy minimal en trabajos como Amour de Haneke y muy esteta en películas como Okja o Delicatessen) alcanzan su punto más alto y grandilocuente en esas escenas.
Está pegado con moco, lo sabemos, pero visualmente funciona. En el guion del mismo Iñárritu y de Nicolás Giacobone (Animal, Birdman, El último Elvis) cumple la función que requiere una película de este tipo: darle mayor significancia a algo que puede sentirse muy vacío e innecesario sin esos colgandijos.
Atención que viene lo que no se esperan en estos días finales de inicios próximos: cuando la película vuelve a una de las primeras tomas y SPOILER nos damos cuenta que Silverio se quiso dar su bañito de humildad usando el metro que le reclamaba la hija jailona y que fue y compró los ajolotes del hijo spanglish que los perdió igual que él perdió a Mateo y su sentido de pertenencia, ahí cuando Silverio sufre el ACV y los putos peces caen al piso y mueren (como el Mateo y el sentido del ridículo) y Silverio queda suspendido en el bardo, en el limbo del que está yendo y viniendo, flotando con sombras y sin sombras, ahí es cuando empieza la fase de aceptación. Es cuando damos dos o tres pasitos hacia atrás y podemos medianamente aceptar que Iñárritu y sus iñarrituadas logran tocar a nivel global. Y a pesar de tanta impostación y recurso fácil limbero, referencias bombásticas a Rulfo, a Borges, a Buñuel y bla bla bla, hay un momento que conmueve. O capaz es el síndrome de Estocolmo después de tres horas viendo surrealismo mexicanogringo. Who knows. FIN DEL SPOILER.
Me gustaron los ajolotes como símbolo mexicano en rebelde extinción, me gusta lo que representan en la vida cotidiana de México y en la película, si Iñárritu se hubiera quedado más en el detalle minimalista de sus metáforas y no hubiera sentido la necesidad de remarcar todo con textos muy obvios que harían sonrojar a Televisa o a El Lado oscuro del corazón, tal vez generaría un mayor impacto.
Al final, cuando salen los créditos ya no hay cansancio ni fastidio ni aceptación o no aceptación, te quedás pensando en la poco armónica y enorme cabezota que pusieron gracias al VFX al cuerpito de un niño para el encuentro entre Silverio y su padre. Alguien que quiera mucho a Iñárritu debió decirle incómodo, pero leal: No da.
Lo mejor: tiene momentos sueltos que funcionan y en global, si tenés la paciencia para verla entera, habrá algo que te conmueva. Además, los ajolotes Lo peor: un pastiche grandilocuente y posero. Además, la muerte de los ajolotes Lo más falsete: la cabeza VFX en el cuerpo del niño, algunos textos muy Televisa, la cosa histórica que quiere darle mayor asidero El mensaje manifiesto: Citando a Borges que tanto le gusta a Iñárritu: Todos quieren realizar obras apelmazadas y perennes. El mensaje latente: Citando a Juan Rulfo que tanto le gusta a Iñárritu: Se conoce que lo arrastraba el ansia. Y el ansia siempre deja huella. El personaje entrañable: los ajolotes El personaje emputante: Silverio El agradecimiento: por el riesgo.