LOST IN CONTEMPLATION OF WORLD

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CINE IÑARRITUENSE: Bardo, falsa crónica de supuestas verdades

Por: Mónica Heinrich V.

Finalmente parió la burra. Habemus una nueva categoría de cine. El cine iñarrituense. Ajá, es algo que se viene gestando desde hace años y que nos tenía debajo de un mango pensando con mucha nostalgia en: ¿Qué será lo próximo que nos regalará (a nosotros, los pobres mortales) míster Alejandro González Iñárritu? ¿Qué será, será?

Y así se estrenó Bardo, falsa crónica de supuestas verdades. Y así un día la vimos en medio de nuestro siempre vertiginoso netflixeo de fin de año. Y así pasamos por varias etapas. Porque lo de Bardo no se explica simplemente con me gustó o no me gustó, véanla o no véanla, hay una complejidad propia del chef que le echa sal a la comida haciendo una pose extraña con el codo (Hola, Salt Bae).

Al inicio de la más reciente película de Iñárritu la primera reacción es: ¿Qué carajos es esto? Con asquito y fastidio, porque sí: ¿qué carajos es eso? La paciencia largamente adquirida en exhibiciones onanistas cinéfilas da paso a la siguiente fase: ¿POR QUÉ, POR QUÉ NOS HACÉS ESTO, ALEJANDRO? En mayúsculas, como corresponde. Luego, intentamos racionalizar: Bueno, está hablando de él, es su derecho; no necesariamente tiene que gustarnos lo que él hace;  él ya no necesita hacer mucho más; él, él, él. Finalmente viene la aceptación: Puede que no esté tan mal; tiene sus cositas; las he visto peores; quizás Biutiful y Babel nos hicieron demasiado daño. ¿Era penal o no era penal?

Entremos de lleno en esta odiosa reseña de más que cuestionables verdades.

La película tiene como protagonista a Silverio (Daniel Giménez Cacho) un documentalista mexicano residente en USA que regresa a México antes de recibir un prestigioso premio en tierras gringas. Ahí, el tipo se conflictúa por el choque cultural, por el reencuentro con amigos no tan amigos, colegas no tan colegas y sus raíces. En esos segundos iniciales cae la manga al pasto: oh, sorpresa, Silverio es un alter-ego de Iñárritu. La esposa Lucía (una muy argentina Griselda Siciliani que finge ser mexicana) da a luz y el niño, Mateo, es regresado (literal) al vientre materno. La explicación cursi aparece: Es que no quiso venir a un mundo tan feo. ¡No nazcan! gritaría el vecino de Gloria en Gloria de Sebastian Lelio. Mateo es un alter-ego de Luciano Mateo, el hijo de Iñárritu que murió en 1996 a los pocos días de nacer. Ya en la filmografía del mexicano veíamos en 21 gramos (2003) una mención a ese incidente cuando le dedicó la película a su esposa (la real): A María Eladia, pues cuando ardió la pérdida, reverdecieron sus maizales.

Con el plano de la cabeza atascada de Mateo a la salida de la vagina de Lucía es cuando nos damos cuenta que veremos muchas huevadas. Iñarrituadas, podríamos balbucear con rencor.

Así como en su momento Iñárritu hizo su trilogía de historias cortas, endogámicamente unidas por azares maravillosos del destino y las manos metiches del guionista/director (Guillermo Arriaga y él) con Amores Perros (2000), 21 gramos (2003) y Babel (2006), así vemos claramente una identidad compartida entre Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (2014) y Bardo, una crónica de falsas verdades. Primero, los títulos pomposos, figurettis y segundo sus protagonistas, ambos personajes narcisistas, claro, artistas incomprendidos que se cuestionan el pasado, el presente y el futuro (de estos sujetos está llena la viña del señor). Si vieron Birdman hasta se puede inferir cómo va a terminar Bardo.

Muchas cosas pasan en Bardo: hay números musicales, planos secuencias, cine dentro del cine, comentarios sociales, comentarios boludos, un humor que quiere ser humor, pero que solo consigue semisonrisas, y así. Son tres horas de simbologías y surrealismo que enmascaran los conflictos de siempre: el duelo por la pérdida de un hijo, la crisis de la mediana edad con todos clichés e inseguridades propias de cualquier personaje que la sufre, los dilemas parentales y generacionales de la migración, el racismo, el poder de las raíces, tus “cochinos” privilegios y bla bla bla bla.

Me canto y me celebro

Iñárritu parece querer expiar sus «pecados» burgueses mostrándole al espectador que es consciente de ellos. Los problemas planteados en la pantalla, sin minimizarlos, pertenecen a un hombre de clase privilegiada, exitoso, con familia heteronormativa que apoya sus pajeos, un tipo que soporta la crítica o cuestionamientos de personas «menos» talentosas o dotadas que él. En otro guiño (voluntario o no) a Fellini, Silverio tiene una charla con Luis Valdivia (Francisco Rubio) un periodista que hace de juez interior y hater de Silverio, que le echa en cara todas sus imposturas y que nos representa a los que a lo largo de los años hemos padecido más que disfrutado algunos trabajos del director mexicano. Silverio-Iñárritu, a su vez, puede darse el placer de responderle al sujeto o respondernos. En ese punto da mucha flojera seguirle el paso, pero la parte tuya que valora la propuesta “artística” de la película te transformará en mártir de la causa.

Desde el punto de vista histórico, podemos encontrar referencias de la necesidad de Iñárritu de congraciarse con lo indígena en El Renacido (reseñada ACÁ, donde también se hace uso de una pila de cadáveres indígenas en una especie de limbo al divino botón). En Bardo, a pesar de sus buenas intenciones, los personajes son estereotipados y ese México que dice que retrata está pasado por el tamiz del blanco que se siente culpable y quiere mostrar que no olvida sus raíces ni su pasado. #Soltá.

El tema de la migración ha sobrevolado Babel y Biutiful. En Babel el segmento destinado a la doñita que cruza la frontera con los hijos de los patrones y los lleva a un cumpleaños, para luego no poder regresar. En Biutiful la explotación de inmigrantes por parte del personaje de Javier Bardem y (nunca los olvidaré) los 25 chinos gasificados. Aquí el comentario social lo machaca Silverio sobre todo con las charlas de sus hijos Camila (Ximena LaMadrid) y Lorenzo (Íker Sánchez) alter-egos de los hijos de Iñárritu: Eladia y Eliseo. 

En Bardo, Iñárritu usa casi ornamentalmente la batalla de los Niños Héroes, el suicidio de Juan Scutia con la bandera, la conquista de Hernán Cortés, las desapariciones militares, y el tema de los mojados y los transforma en casi instalaciones artísticas. Bien chingonas, diríamos en mexicano. La fotografía y los grandes angulares de Darius Khondji (que puede ser muy minimal en trabajos como Amour de Haneke y muy esteta en películas como Okja o Delicatessen) alcanzan su punto más alto y grandilocuente en esas escenas. 

¿Y si el tipo salta así en hora mágica con la bandera mexicana en slow desde la torre? ¿No se vería súper-duper-cool?

Está pegado con moco, lo sabemos, pero visualmente funciona. En el guion del mismo Iñárritu y de Nicolás Giacobone (Animal, Birdman, El último Elvis) cumple la función que requiere una película de este tipo: darle mayor significancia a algo que puede sentirse muy vacío e innecesario sin esos colgandijos. 

Atención que viene lo que no se esperan en estos días finales de inicios próximos: cuando la película vuelve a una de las primeras tomas y SPOILER nos damos cuenta que Silverio se quiso dar su bañito de humildad usando el metro que le reclamaba la hija jailona y que fue y compró los ajolotes del hijo spanglish que los perdió igual que él perdió a Mateo y su sentido de pertenencia, ahí cuando Silverio sufre el ACV y los putos peces caen al piso y mueren (como el Mateo y el sentido del ridículo) y Silverio queda suspendido en el bardo, en el limbo del que está yendo y viniendo, flotando con sombras y sin sombras, ahí es cuando empieza la fase de aceptación. Es cuando damos dos o tres pasitos hacia atrás y podemos medianamente aceptar que Iñárritu y sus iñarrituadas logran tocar a nivel global. Y a pesar de tanta impostación y recurso fácil limbero, referencias bombásticas a Rulfo, a Borges, a Buñuel y bla bla bla, hay un momento que conmueve. O capaz es el síndrome de Estocolmo después de tres horas viendo surrealismo mexicanogringo. Who knows. FIN DEL SPOILER.

Me gustaron los ajolotes como símbolo mexicano en rebelde extinción, me gusta lo que representan en la vida cotidiana de México y en la película,  si Iñárritu se hubiera quedado más en el detalle minimalista de sus metáforas y no hubiera sentido la necesidad de remarcar todo con textos muy obvios que harían sonrojar a Televisa o a El Lado oscuro del corazón, tal vez generaría un mayor impacto. 

Al final, cuando salen los créditos ya no hay cansancio ni fastidio ni aceptación o no aceptación, te quedás pensando en la poco armónica y enorme cabezota que pusieron gracias al VFX al cuerpito de un niño para el encuentro entre Silverio y su padre. Alguien que quiera mucho a Iñárritu debió decirle incómodo, pero leal: No da.

Lo mejor: tiene momentos sueltos que funcionan y en global, si tenés la paciencia para verla entera, habrá algo que te conmueva. Además, los ajolotes Lo peor: un pastiche grandilocuente y posero. Además, la muerte de los ajolotes Lo más falsete: la cabeza VFX en el cuerpo del niño, algunos textos muy Televisa, la cosa histórica que quiere darle mayor asidero El mensaje manifiesto: Citando a Borges que tanto le gusta a Iñárritu: Todos quieren realizar obras apelmazadas y perennes. El mensaje latente: Citando a Juan Rulfo que tanto le gusta a Iñárritu: Se conoce que lo arrastraba el ansia. Y el ansia siempre deja huella. El personaje entrañable: los ajolotes El personaje emputante: Silverio El agradecimiento: por el riesgo.

 

 

TELEVISIÓN: The Bear

Por: Mónica Heinrich V.

Vertiginosa. Con un montaje precioso. Con un Jeremy Allen White que vale la pena ver en cada frame. Con la pérdida, el luto, convertidos en furiosa melancolía. Así es la serie The Bear.
Christopher Storer (productor, director, guionista) ha estado muy ligado al stand up. De hecho, tiene varios trabajos con Ramy, Jeff Garlin, Bo Burhnham, lo que hace aún más meritorio este hallazgo que NO bebe precisamente de eso. Porque The Bear es un trabajo maduro, sobrio, divertido, que rompe con la fórmula tradicional del relato en las series actuales. No hay cliffhangers, no hay antagonistas, ni nada que marque los episodios de una manera muy vistosa. The Bear nos cuenta lo que quiere y lo hace con una economía narrativa, anclada en su montaje y en las conclusiones que el espectador va sacando de lo que observa.

Carmen (Jeremy Allen White) era considerado uno de los mejores chefs del mundo. Trabajaba en uno de los mejores restaurantes del mundo. Había conseguido las codiciadas estrellas Michelin. Era portada de las revistas más importantes de cocina. El chico había cumplido el sueño de cualquier chef. Desgraciadamente, su hermano mayor muere y deja a su cargo el restaurant familiar, una sandwichería al borde de la quiebra y llena de deudas. The Bear toma el dolor de Carmen y lo funde con la dinámica de una estresante cocina que nunca tuvo orden, y de un “servicio” que no cumple para nada los estándares a los que está acostumbrado.

Tengo que decirles que hay muchas cosas que hacen especiales a The Bear, una de ellas es que sus personajes habitan la pantalla con tanta naturalidad que a ratos parece que estás viendo el detrás de cámara de una cocina verdadera. Sidney (Ayo Edebiri) con su eficiencia y sus ganas de aprender de Carmy, el conflictivo Richie (Ebon Moss-Bachrach) que no es un antagonista, pero que puede convertirse fácilmente en un personaje a rechazar, Marcus (Lyionel Boyce) y sus donuts, Tina (Liza-Colon) y sus celos con Sidney, y la presencia siempre omnipresente de Mike (Jon Bernthal, para siempre Shane) son algunos de los personajes que le pondrán sazón a cada episodio.

Storer no sucumbe a la tentación de colocar una historia de amor en medio, porque The Bear no la necesita. El duelo que vive Carmy y por el que pasan el resto de los empleados del local, es más que suficiente. Es sutil y duro, precisamente porque queda supeditado a la necesidad de conseguir que la sandwichería siga a flote, funcionando. Mike murió, pero hay que seguir generando dinero. Mike murió, pero hay cuentas que pagar. Mike murió, pero no podemos dejar que el negocio familiar muera con él. Mike murió, pero… hay que seguir viviendo.

Una vez leí que uno de los rubros con más problemas de salud mental y de adicciones era el de los restaurantes. SPOILER No puedo evitar pensar en el chef Marcel Keff o el mismísimo Anthony Bourdain que estaban entre los mejores chefs del mundo y se quitaron la vida. Y mientras veía The Bear y las presiones a las que se someten en cada servicio (almuerzo, cena) y las presiones con las que lidian fuera de la cocina (familia, dinero, salud), el suicidio de Mike adquiere otras dimensiones. La depresión de Carmy adquiere otras dimensiones. FIN DEL SPOILER

La serie cuenta con apenas 8 episodios, cortitos, de media hora. Debo reconocer que soy fan de la cocina, y que podría quedarme estacionada en el canal de Food Network o viendo cualquier programa de cocina o pastelería por horas. Quizás por eso para mí era tan fácil sumergirme en ese mundo y encontrarlo vertiginoso, cuando en teoría no pasa nada muy puntual en cada episodio.

Llegando al final de temporada es cuando Storer rompe un poco la sutileza con la que nos veníamos manejando y saca un as de la manga, o un conejo del sombrero, que no sé hasta qué punto tiene asidero. Lo pienso y siento que hay exceso en ese final. Habrá que esperar la segunda temporada para ver si este mundo cuidadosamente construido no empieza a tambalearse.

Otra cosa que me fatigaba eran las manos de Richie, siempre con las uñas negras, manos más cercanas a un mecánico que a un chef.

Aún así, The Bear es una serie que puede inscribirse fácilmente entre lo mejor el año. Hay detrás de cada tensa cortada de ingredientes, un dolor pulsando en los personajes que te salpica. Te deleitará de a poco, como un buen plato tendrá una explosión de sabores en cada episodio y al final ya dependerá de cada estómago quedar satisfecho o no. Solo puedo decir: Buen provecho.

Lo mejor: una serie fresca, que se siente moderna y que aporta una narrativa del duelo vertiginosa Lo peor: lo que puede suceder en la segunda temporada si es que no se mantiene el «tono» Lo más falsete: lo de las latas me pareció súper tirado de los pelos El mensaje manifiesto: podés ser exitoso y no sentirte feliz El mensaje latente: las perdidas siempre golpean El personaje entrañable: los trabajadores del restaurant El personaje emputante: hay que reconocer que a veces dan ganas de agarrar a manazo limpio a Richie El agradecimiento: por la frescura.

CINE FRANCÉS: Vortex

Por: Mónica Heinrich V.

Hay cineastas que a lo largo de los años se han construido una reputación, para bien o para mal, de crear un cine disruptivo, posero, pretencioso, insoportable, jugado, emputante, creativo, desbordado, perturbador, usted elija. Si nombro a Gaspar Noé me remito al letrero de Solo contra todos (1998, reseñada acá) que instaba al espectador a abandonar la sala antes de que pasara lo que iba a pasar. Si nombro a Gaspar Noé también recordaré al personaje de Mónica Belucci siendo violado durante nueve insoportables minutos en un plano fijo en Irreversible (2002, reseñada ACÁ), o tendré chispazos mentales de lo cargante que fue Love (2015, reseñada ACÁ), o del desfile de colores de la película dentro de la película que es Lux AEterna (2019), sí, Gaspar Noé no dejará indiferente a nadie.

Por eso es que Vórtex sorprende. Porque es una película, en teoría, alejada del cine tradicional de Gaspar. Ese Gaspar que lo mismo coqueteaba con temáticas de incesto, drogas, violencia, histeria y desenfreno, es quien lanza una película sobre la vejez y, en este caso, sobre la vejez compartida de una pareja.

Un cielo azulado abre la película con la frase: “Para aquellos cuyo cerebro se pudrirá antes que su corazón”. Y hasta ahí, reconocemos al Gaspar de siempre…y esa frase marca el tono de la película.

Michael Haneke ya nos destruyó para siempre con Amour (reseñada con muchísimo dolor ACÁ) y también lo hizo Florian Zeller con The Father (reseñada ACÁ). Gaspar hace una película que toca una temática similar pero que a su vez lo hace desde un lugar de menos belleza. La estética es más rústica, casi documental, el vestuario, el arte de las locaciones, los mismos personajes, están en una situación más deplorable. Hay verdad en este relato de un Gaspar más íntimo que nunca.

El cineasta Dario Argento (amigo desde hace 30 años de Gaspar) personifica a este hombre octogenario con problemas del corazón que comparte los días con su esposa que sufre de demencia/alzheimer, interpretada por la maravillosa actriz Françoise Lebrun. Ambos viven en un departamento atestado del pasado: libros, fotos, trastos, un lugar pequeño que alguna vez fue la casa familiar en la que criaron a su único hijo, Stepháne. Este hijo ya estuvo internado en un psiquiátrico y es heroinómano, su esposa con la que procreó a su pequeño hijo Kiki también es drogadicta. Stepháne no es precisamente la persona que podrá encargarse de un par de ancianos.

La película transcurre siguiendo la rutina de los personajes. Los acompaña en su soledad, en su abandono, en los recorridos que hace la mujer por los pasillos del pequeño departamento en estado de confusión, en los recorridos que hace el hombre buscando a la mujer. Una vez más, Gaspar Noé divide la pantalla, aunque en este caso tiene un significado narrativo. La pantalla se divide cuando la mujer despierta confundida en su cama sin saber quién es o dónde está. Es ahí que la perspectiva del relato cambia.

Gaspar también agrega unas pequeñas transiciones como pestañazos a negro cuando hace un cambio de plano. El cineasta de origen argentino justifica este artilugio bajo la idea de querer que la historia se vivencie de la manera más realista posible porque nosotros parpadeamos. En la práctica, el recurso me pareció innecesario, aunque sí encontré que la pantalla partida aportaba a generar tensión o más cercanía a la experiencia de la pareja.

Mientras la historia avanza sabemos que no podemos confiar en Gaspar. Lo conocemos. Esta intimidad, esta cosa pequeña, en algún momento deberá romperse…Hasta que llega el quiebre creemos todo lo que la pareja nos cuenta. Hay ternura, hay vida y hay muerte.  Maravillosa la escena en la que los tres discuten qué hacer durante una larga secuencia con diálogos improvisados.  

Gaspar vuelve a ser el Gaspar de siempre unos veinte minutos antes de su final. Y no es que esté mal su final porque es su final, sino que alarga algo que no necesitaba más vueltas y nos da escenas que no necesitábamos porque ya todo estaba dicho. Era como ver un bonito tren a punto de descarrilarse. Quizás esas escenas las necesitaba él, Gaspar, que perdió a su mamá hace ocho años después de ver cómo la demencia se la llevó antes que su cuerpo se rindiera. Quizás, pero el espectador hubiera agradecido más la posibilidad de SPOILER tener la certeza de lo terrible que sería para la anciana sobrevivir años en esas circunstancias, como lo hacen muchos o muchas. No ver la mano clemente del guionista en ese final que libera con la muerte a todos FIN DEL SPOILER.

La vejez es despiadada dijo el cineasta en una entrevista, lo sabe él que necesita ese final y esas escenas, y no por nada llamó a su película Vortex. Ese remolino incierto que todo lo devora.

Uno se queda pensando en las vejeces (así, en plural) de quienes llegan  sin ganas, mal, sufriendo, solos, agotados. En las vejeces (así, en plural también) de los que llegan bien, enteros, con la mente y el corazón funcionando a mil, sintiendo que les sobra vida y les falta tiempo. Uno piensa en las ingratitudes, las cosas pospuestas, las realizadas, las alegrías, los fracasos y, sí, sobre todo, uno se queda pensando en los finales (plural, plural, plural).

Lo mejor: la película más íntima de Gaspar Noé y el gran casting que tiene Lo peor: le sobran minutos y para ciertos espectadores será insoportable por la propuesta creativa y por los tiempos manejados Lo más falsete: los últimos 20 minutos El mensaje manifiesto: los padres nunca deberían quedarse solos El mensaje latente: la vejez merece ser vivida feliz y en compañía La escena: toda la secuencia donde están decidiendo qué hacer El personaje entrañable: la anciana psiquiatra en su juventud y sin poder controlar su mente en la vejez El personaje emputante: el tiempo lo destruye todo El agradecimiento: por sentir.

 

CINE: Blonde / Elvis

Por: Mónica Heinrich V.

Oh, Hollywood. ¡Cómo te gusta estrellar más a las estrellitas estrelladas!

Hay harta tela para cortar sobre este baile de disfraces puesto en «netflic» (diría un pariente), en HBO Max y en nuestros adomercidos y casi añueveros ojitos. Vi ambas películas al estilo dickensioniano: o sea, derramando Great Expectations. Sí, uno se ilusiona con huevadas… Ten piedad, diría Elvis.

BLONDE o Ahora no es para siempre

Una vez escuché una entrevista en la que Marilyn decía que podía pasarse horas dentro de una sala de cine viendo una película tras otra. Me pareció encantadora. He conocido gente relacionada al cine que no ve cine. Actores que no ven cine. Directores que no ven cine. Guionistas que no ven cine. Y eso siempre me llamó la atención. 

Ella, sin embargo, era más que la anécdota de una actriz que amaba al cine. He leído algunas biografías y visto documentales y biopics diversos sobre su vida porque #pueblomiespíritudefantasmas. También leí, en su momento, el libro de Joyce Carol Oates, Blonde, en el que se basa la más reciente aventura homónima netflixera. (para descargar en este amable PDF: Blonde-Joyce-Carol-Oates)

Joyce, muy inteligente, en sus páginas iniciales deja claro que Blonde no es una biografía, que es una ficción y que quien quiera saber detalles verdaderos de la vida de Marilyn tiene que ir a buscarlos a otra parte. Eso vulgarmente se llama: curarse en salud. Bien tirao, Joyce…te ahorraste de entrada los quejumbrosos lamentos de los que nos apegamos a la cochina verdad.

Y claro, puedo aceptar la idea de la ficticia Marilyn en una más que ficticia novela llamada Blonde que luego se convertirá en una ficticia película de Netflix que acompañará nuestros no menos ficticios días post-pandémicos. Puedo. Incluso si me revienta un poco los dos ovarios que llamés Marilyn Monroe a tu ficticia heroína.

Río para no shorar

Aún así, lo verdaderamente «triste» (nótese que no digo desafortunado, descabellado, jodido) es cuando esa ficción la dirige el señorito Andrew Dominik. Con Andrew he tenido encuentros y desencuentros. Puedo decir que este director neozelandés despertó mi interés con Chopper (2000) y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007). Puedo. Ese interés iba mezclado con mi absoluto rechazo a su postureo estilístico. En esa época pensé: es joven-soy joven, son sus primeras películas, toda esta cosa rebuscada y sin personalidad que pretende tener personalidad será refinada con los años. Luego vino Killing them softly (2012, reseñada con fatiga ACÁ) donde ya lo di más o menos por perdido (y donde comenzó lo triste de lo triste), me di cuenta que su efectismo no era un experimento sino un vicio. Y para viciosos hay mejores cineastas. Ha pasado una década y mientras veía Blonde me preguntaba  ¿quién carajos ha dirigido esto así? Amigo, por favor. Y helo ahí, el inefable Andrew Dominik.

La blonda Blonde y su ficticia trama marilynística basada “levemente” en datos o rumores sobre la vida de la verdadera Marilyn Monroe narra la truculenta infancia de Norma Jeane (verdadero nombre de todas las Marilyns), en la que vemos a su mamá en pleno quiebre mental y a la pequeña niña gritando frases hechas. Ahí la platea comienza a conmoverse por el desfile de efectismos y por la dura y no tan ficticia infancia de Norma Jeane.

La película, luego, relata el nacimiento de la Marilyn ficticia. Una Marilyn interpretada con entrega por la actriz cubana Ana de Armas. Anita está perfecta como la Marilyn ficcional, lo que pasa a su alrededor no es su culpa, brilla a pesar de eso, como lo hizo la verdadera Marilyn en sus películas. Esta Marilyn (la de Ana) está casi todo el tiempo penando su existencia. Siempre con actitud insegura y muecas de urina asustada. A esta Marilyn le pasan muchas cosas malas y tristes que aumentan sus actitudes inseguras y muecas de urina asustada. No hay diferencia actoral entre la Marilyn ficticia que actúa en las películas no ficcionales de la verdadera Marilyn y los gestos que tenía en su día a día. Y hay que tomar en cuenta que en el cine de antes los códigos de actuación eran otros. Lo que quiere decir que esta Marilyn ficcional continúa en personaje aún cuando no actúa que actúa. Hay quienes dicen que OH, la Marilyn ficticia tiene momentos de alegría cuando se casa o se enamora o qué sé yo. Estamos hablando de la Marilyn que se basó en la Marilyn que Elia Kazan describió como la chica más alegre que había conocido. Perdón si los momentos felices del casorio me parecieron insuficientes. El guion tiene un solo tono o tesitura para contar la tragedia y muerte de una hermosa mariposa, ficticia o no. No hay matices en este desfile de caprichos de dirección (cambio de color blanco/negro a colores solo para enfatizar los estados de ánimo triste, felices…meu Deus) los planos compuestos de manera artificial que pretenden ser artísticos y, claro, lo que ha hecho correr ríos de tinta: el feto (los fetos) parlante (parlantes), lo pongo en singular/plural porque dentro de la misma película el feto (en otro embarazo) dice que es el mismo de los anteriores. Poesía pura.

He leído encarnizadas críticas de espectadores que interpretaron al feto parlante como una descarada propaganda anti-abortista. Amigos, amigas, ojalá lo fuera porque por lo menos tendría un sentido, una posición. En el caso de Andrew es asumir demasiado. El director tiene nula sutileza o apego a la metáfora. Le pareció «creativo» poner al feto parlante y lo puso. Capaz no vio Mirá quien habla (1989).

Más allá de que la Marilyn ficticia pudiera sublimar conversaciones con sus hijos nonatos y la Marilyn inventada por la verdadera Norma Jeane padeciera endometriosis (lo que haría difícil mantener un embarazo), más allá de eso, hay un tema de buen gusto. No lo encuentro simbólico, ni emotivo, ni reflejo de los sentimientos de la ficticia Marilyn. Más bien es un recurso facilón y chato. Fue en ese preciso y horrible instante cuando empecé a buscar el nombre del director para encontrarme cara a cara con Andrew. Ajá. ANDREW. Y ahí TODO tuvo sentido. 

Subjetividades aparte, mientras la Marilyn ficticia va a tropezones por su vida, la Marilyn de Joyce Carol Oates si bien sufre tiene más músculo de personaje, hay una serie de preparaciones al lector que nos hacen sentir que la Marilyn literaria ficticia no es solo un guiñapo o una bolsa de box que recibe golpes de la vida, la verdadera Marilyn creada a su vez por la verdadera Norma Jeane tenía su lado B exuberante, burbujeante, era inteligente, talentosa, una tipa de ñeque, insegura, sí, adicta, sí, depresiva, sí, con problemas mentales, sí, cagada, sí, pero que leía a Hemingway, a Chéjov, que fundó su propia productora y que se hizo a sí misma, literal, controlando incluso su look y la historia de cómo surgió. Ya, ya, esta no es ESA Marilyn, es otra Marilyn que ni siquiera es la de Oates, es la Marilyn de Andrew, pero ¿ya dije que me revienta los dos ovarios que la llamen Marilyn Monroe si podría ser doña Pepita De la Alta Concha de Los Undécimos Días?

Andrew elige un camino en el que todo eso queda en segundo plano, quiere lucirse como director con toquesitos acá y allá (me agota) los personajes terminan pagando ese afán de protagonismo porque solo tenemos a un ficticio Joe Di Maggio sin otra cara que la del celoso controlador, a un ficticio Arthur Miller sin otra cara que la del intelectual distante y a un ficticio Cass Chaplin sin otra cara que la de un pelotudo y así, sucesivamente.

Uno siente pena por la ficticia Marilyn, claro. Y no peco de spoilear porque ya todos sabemos que la muerte le llegó a la verdadera Marilyn, a la que inventó la verdadera Norma Jeane y la ficción no alcanza para dejarla viva y envejecer en un Hollywood que siempre ha devorado mariposas, ficticias o no. Nos queda la imagen (que también tenemos de la verdadera blonda-blonde porque nuevamente, ni la creatividad, ni el postureo, ni la ficcionalidad dio para más) de Marylin Monroe en el cochinero que era su habitación producto de la depresión y sus pastillas alrededor, desnuda y envuelta en una sábana. En su novela, Joyce Carol Oates se fue por el lado conspiracional, porque #laconspiraciónvendeymucho. Andrew decide hacer lo suyo: ficcionar la ficción de la ficción. En ese momento quise que mis ovarios gritaran unas cuantas barbaridades. Cuando vi la recreación de Andrew y a Ana de Armas yacer en la escena pude escuchar la voz de Marilyn, la invención de la única Norma Jeane, que dijo en una entrevista:

“Las cosas verdaderas nunca salen a la luz. Son las mentiras las que se conocen.  Es difícil saber por dónde empezar si no empiezas por la verdad”.

Lo mejor: la fotografía (muy a pesar de Andrew) y Ana de Armas (muy a pesar de Andrew) Lo peor: el enfoque de, sí, vos Andrew Lo más falsete: el feto o los fetos parlantes de un Andrew en desborde «creativo» El mensaje manifiesto: es difícil ficcionar la ficción El mensaje latente: no todos pueden salir bien librados del efectismo al pedo La escena: aquellas en las que la Marilyn ficticia sonreía El personaje entrañable: La Marilyn real de la real Norma Jeane El personaje emputante: ¿hay alguno que no lo fuera? El agradecimiento: por algunos momentos fotográficamente bien logrados La pregunta: ¿vos también poblás tu espíritu con fantasmas? 

ELVIS o El cansancio de vivir

La muerte de Elvis Presley es muy triste. Traumática. Es hasta más indigna que la de Marilyn. Amanece desparramado en su baño, con los calzoncillos y el pijama abajo. Se cayó, suponen, del inodoro intentando cagar. Los motivos del colapso hasta la fecha no están claros. Hay informes médicos que detallan su dificultad para digerir y su estreñimiento crónico, aunado a factores de salud por su sobrepeso (hígado graso, hipertensión, problemas coronarios) y a las quichicientas drogas controladas que encontraron en su sistema. Con Elvis vivían un montón de personas entre amigos y familiares: la llamada Mafia de Menphis, que incluía a su padre. Estaba rodeado de una troupé que se peleaba por sus atenciones y regalos, que gastaba su dinero y que salía a conseguirle más drogas a la hora que fuera.

¡Qué solo estaba el Rey del rock!

Porque ese tipo de 42 años que encuentran obeso, sobre-medicado, tumbado al lado del inodoro fue uno de los mayores referentes de la música. Una estrella. Una leyenda. Incluso no gustándote su música, no se puede negar el talento, su voz y su presencia escénica. Era una bestia que devoraba el escenario.

Cuando supe que se iba a hacer su biopic y que la dirigiría el australiano Baz Luhrmann, tuve miedo. Mucho miedo. Oh, sí, hay que tenerle miedo a Baz. A Baz lo quiero a pesar de todo (te quiero, Baz), pero somos pocos y nos conocemos mucho, no puedo mirar hacia el costado y no darme cuenta que tiende a convertir sus películas en un espectáculo. Eso no sería malo si el espectáculo no se perdiera entre confeti y serpentinas. En el caso de Baz, solo observando sus inicios con Romeo + Julieta, captamos cómo va a privilegiar la forma al contenido. A veces, lo formal está tan espectacular (escena del tango en Moulin Rouge) que uno termina comprando el producto, a veces, es tan vacío (Australia o The Great Gatsby) que no hay nada de esa película que se quede habitando dentro tuyo. Y qué triste es cuando una película no te habita.

En Elvis, recientemente estrenada en HBO MAX, nos encontramos con una más de esas biopics que le gusta tanto a los gringos: redentora, con lavada de cara y otras partes pudendas y omisión de verdades oscuras, con un relato apegado más a la grandiosidad del fenómeno que al hombre derrotado en el que Elvis se convirtió.

Lo que más detesté (porque ese es el adjetivo correcto) fue que la historia de Elvis sea contada por el coronel Parker (Tom Hanks), una persona que lo estafó, que lo manipuló y que le hizo tanto daño. Cuando la película empieza y me doy cuenta que es él quien narrará todo entré en shock cinéfilo, personal, mental y psicológico, o sea, nunca la historia de alguien debe ser contada desde el agresor, bully, o figura que le impartió sufrimiento. Elvis debe estar arañando el cajón. Me hervía la sangre y, sí, me reventaban (una vez más) los dos ovarios.

Por ese detalle, ya me fue difícil conectar con la propuesta. Sé que es una ficción, claro, pero esa ficción hedía. Además, parecía estar en una fiesta de disfraces de los 50s y 60s. Todo se veía artificial y afectado. Tom Hanks con exceso de maquillaje hacía lo posible por salir de la caricatura del coronel. Austin Butler (a quien seguramente le darán una nominación a los cosos dorados) intentaba llenar los zapatos del Rey. Hay momentos que lo lograba, pero como suele suceder en estas películas, lo sobrepasaba el artificio.

La película narra el nacimiento de Elvis, su crianza rodeado de música afroamericana, góspel sobre todo, y cómo fue cultivando el estilo que lo hizo famoso hasta su muerte. El guion, escrito a muchas manos por Baz y sus habituales colaboradores: Sam Bromell, Carig Pearce y Jeremy Doner, termina siendo un collage de anécdotas y de elementos claves de la vida de Elvis, con algunas licencias creativas (como suele pasar en las biopics) pero sin la profundidad o el ajayu que requiere su figura. 

Siendo el consumo de drogas (medicadas o no) y alcohol uno de los puntos clave para entender su caída en desgracia, su adicción es apenas dibujada en la justa dimensión. Su relación con Priscila termina siendo lo más políticamente correcta posible, la misma Priscila contó en sus memorias que Elvis la introdujo al mundo de las drogas cuando era adolescente y que la cortejó cuando él tenía 24 y ella 14 años. Capaz que Elvis no era solo una víctima, querido Baz.

Las partes que hablan sobre su impacto en el racismo en USA son panfletarias y discursivas, y lo peor desde una mirada ramplona. 

Y claro, claro que emociona el niño Elvis en una ficcionalizada incursión al góspel de su zona. Emociona la no menos ficcional charla con B.B. King. Emocionan los momentos en que se rebeló contra el sistema, contra lo que se esperaba de él. Baz consigue poner de una manera hermosa, y con un vertiginoso montaje, actuaciones icónicas de Elvis. No lo vamos a negar.

Todo eso se ve opacado por una narrativa vacía, y por la presencia inexplicablemente omnipresente del coronel Parker, del que tampoco sabemos más de lo que su estampa de villano permite. 

Así que nos quedamos con la hueca cacofonía de siempre, esa de las biopic de manual. Vemos a Elvis rebotando por momentos de su vida sin llegar a profundizar en su parte humana real: sus aportes a la música, su importancia para la comunidad negra, su lucha contra sí mismo, son meros ornamentos… Su figura sirve, una vez más, de excusa utilitaria para la industria. En Elvis, Elvis sigue prisionero del espectáculo, del escenario, de las luces y los oropeles…y qué triste es.

Lo mejor: algunas secuencias musicales, sobre todo donde está involucrado el góspel Lo peor: puro artificio Lo más falsete: el coronel Parker como narrador. Meu Deus. El mensaje manifiesto: un día sos un rey y el otro tu trono es el inodoro El mensaje latente: hay que tener cuidado con los HDPS que te rodean, algún día pueden estar contando tu vida La escena: las de góspel y cuando supuestamente Elvis se queja del coronel en el escenario, qué hermoso hubiera sido si pasaba en el vida real. Spoiler: NO PASÓ El personaje entrañable: el Elvis pre-fama El personaje emputante: las sanguijuelas que vivieron de Elvis y el Elvis post-fama que se dejó drenar la sangre por ellas El agradecimiento: por el talento, que siempre se agradece.

TELEVISIÓN: The White Lotus (HBO MAX)

Por: Mónica Heinrich V.

Hay un mito. Hay un poema. En el mito griego de La Odisea y en el poema del británico Tennyson, los devoradores de loto viven sus días en una isla desconocida de África. Se dedican, cómo no, a comer loto y a aislarse del resto del mundo, se entregan (calzones y todo) a la apatía, al sopor y a un estado de irrealidad producto del consumo de, sí: loto. ¡Oh, Homero! ¡Oh, Tennyson!

El guionista, director y creador Mike White comentó que antes de tener desarrollado el proyecto de su mini-serie, sabía que se llamaría The White Lotus como una referencia al mito, al poema, y a su propio apellido.

Esta serie basada en mitos griegos y en poemas y en apellidos obtuvo varios premios Emmy. Ajá. Pero ¿por qué?

Empecemos con Mike White. El buen Mike tiene en su currículum cosas tan dispares como Dawson´s Creek, Freak and Geeks y Enlightened. Y en el cine, será siempre recordado por el guion de esa icónica comedia del 2003 Escuela del Rock («Nice, pipes, Tamika»).

Viendo esos títulos sabremos cosas importantes de Mike, una de ellas es que tiene sentido del humor (gracias, Mike), otra sería que su humor ha ido evolucionando y, de hecho, en The White Lotus llega a encontrar en la sátira y el sarcasmo a sus mejores amigos.

The White Lotus tiene solo seis episodios. En un principio se presentó como mini-serie, pero debido a su éxito ya ha pasado a ser serie. Una de sus primeras escenas es cuando el grupo de empleados de un resort de lujo están parados en la orilla de una playa hawaina, con las olas golpeando las rocas y un pequeño yate lleva a los turistas-huéspedes a su lugar de vacaciones. La primera escena marca muy bien las separaciones empleados-huéspedes, escala social baja-escala social alta, no privilegios-privilegios. De hecho, el tono de la serie se representa en la pobre Lany y su embarazo escondido. 

Esta es una serie de personajes por lo que cada personaje tiene muy marcadas sus características. Por el lado de los huéspedes: Tanya, la doñita mayor (Jennifer Coolidge) cuya madre abusiva ha muerto y su duelo pasa por ir a ese hotel de lujo a esparcir las cenizas al mar; la familia Mossbacher, en la que Nicole (Connie Britton) es una exitosa mujer que gana más que Mark (Steve Zahn) su marido que anda fatigado porque piensa que tiene cáncer de testículo, Olivia (Sydney Sweeney) es la hija que constantemente cuestiona sus privilegios y que invita a Paula (Britnnay O Grady) su amiga no privilegiada, a sus vacaciones de lujo, mientras Queen (Fred Herchinger), su hermano, vive metido en el celular viendo porno; la parejita de jóvenes recién casados compuesta por un hijito de mamá, Shane (Jake Lacy) y Alex (Alexandra Daddario), una periodista  que siente que ha cometido un error al casarse con ese boludín. Por el lado de los empleados está Armand (Murray Barlet) gerente/administrador del lugar, un drogadicto gay en recuperación que se estresa lidiando con los huéspedes y la empática Belinda (Natasha Rothwell) que administra el spa del lugar.

¡Chau, Mamá, chau!

La serie de Mike White propone un relato en el que constantemente se está haciendo foco sobre los devoradores de loto (los huéspedes) gente aletargada en sus privilegios, tanto que sus preocupaciones suenan tontas si se las comparan con los problemas con los que lidian a diario los empleados del hotel.

La historia que pretende tener una alta dosis crítica presenta un misterio también ya que en sus primeros minutos se revela que uno de los personajes murió y a partir de eso se hace como un flashback en el que se cuenta qué pasó, quién murió, cómo y por qué. Eso consigue mantener nuestra atención porque llega un momento (sobre todo en las comidas de la familia Mossbacher) que el panfleto se usa como pesado elemento narrativo y se discute sobre el feminismo, el racismo, la brecha social, etc.…y es ahí donde el aburrimiento y la impostación cachetean al espectador hasta el hartazgo.  Basta, White. BASTA, gritás con la copa de vino blanco en la mano.

Felizmente, la fantástica música del canadiense/chileno Cristobal Tapia hace que te sacudás cualquier cansancio narrativo. Chillidos de animales, gemidos, instrumentos de viento, una onda tribal, que como dice White transmiten la sensación casi de un acto barbárico, como si se estuviera a punto de realizar un sacrificio. ¡Qué belleza! ¡Qué bendición! Debe ser una de las mejores bandas sonoras de series del año. La podría poner en loop todo el día, junto con la de Sucession (nunca adelantaré tu intro, Sucesssion. NUNCA).

Privilegio/No privilegio

Uno de sus puntos más fuertes es el reparto. Desde Jennifer Coolidge, a quien la industria siempre le ha dado papeles secundarios (te quiero, Sophie de Two broke girls), hasta la chica de Euphoria: Sydney Sweeney a quien por fin vemos abandonar el personaje de tetona llorona y disfrutar de otro tipo de registro. Son actores/actrices sólido/as, responsables también de que te enganchés a la pantalla.

The White Lotus tiene la habilidad de mantener nuestra atención y de que ese abundante pututu de historias y personajes de alguna manera fluya. PERO, alerta de ruido atmosférico y movimiento intestinal: No dudo de sus buenas intenciones, el problema es que cómo podés plantear una crítica a las clases privilegiadas, ignorantes de la realidad, utilitarios de los que se encuentran más abajo, indiferentes a las necesidades del resto de los mortales, si tanto tus personas privilegiadas como los de la otra cara de la moneda los resolvés con los estereotipos de siempre: la pareja rich/white que no tiene sexo hace añadas, el machirulo de manual, el gay de closet que contrajo SIDA, el empleado que termina robando porque supuestamente los ricachones solo con su existencia le han robado a “su gente”, la chica morena y de menos recursos que resiente la amistad de la privilegiada que no la denuncia y hasta trata de ser condescendiente con ella, el gerente gay drogadicto que comete todos los ilícitos posibles…si la trama se analiza bien, hay muchas cosas que hacen más ruido que previa carnavalera.

SPOILER Por ejemplo, la chapucera muerte de Armond se me antojó a tomadura de pelo. BASTA, WHITE, BASTA! grité con la copa de vino blanco en la mano FIN DEL SPOILER.

Amén de que el reparto sea muy bueno (por algo estaban casi todos nominados a mejor actor/actriz) y que la serie se vea con dosis de entretenimiento y humor negro, hay temas que ojalá se resuelvan en la segunda temporada porque la impresión que queda es un resabio al mito de La Odisea, al poema de Tennyson: tenemos un devorador de loto tratando de criticar a los devoradores de loto.

Lo mejor: El humor y la fluidez de la propuesta Lo peor: Houston, tenemos un problema de coherencia Lo más falsete: la supuesta crítica que usa estereotipos de siempre El mensaje manifiesto: no es tan sencillo referenciar a los devoradores de loto El mensaje latente: es difícil reconocer que sos un devorador de loto La escena: cuando la doñita está en el yate con la parejita de casados y cuando esparce las cenizas de su mamá en el mar El personaje entrañable: Tania, la doñita de las cenizas El personaje emputante: las charlas aleccionadoras de la familia jailona El agradecimiento: por las dosis de humor negro y las cenizas al mar. La pregunta: ¿te rayarías si te dan una habitación equivocada en un hotel? ¿Te rayarías si tu cliente se raya porque te equivocaste en la reservación de su habitación? La otra pregunta: ¿Qué habrá sido de Lany? (Te queremos, Lany)

DOCUMENTAL: Pacto Brutal: El asesinato de Daniela Perez (HBO Max)

Por: Mónica Heinrich V.

Era Cló. Hermosa, joven, talentosa. Daniela Pérez interpretaba a una bailarina en la novela brasilera Vientre de Alquiler (Barriga do aluguel). Su participación era pequeña, salía de la amiga de la protagonista Clara, papel encarnado por Claudia Abreu. Era la época dorada de la red O Globo. ¿Se acuerdan? Principios de los 90s, cuando no había Netflix ni internet y los finales de telenovelas paralizaban países. Vientre de alquiler tenía un tema polémico y jodidito, una joven alquila su vientre a una pareja que no puede tener hijos y se encariña con el hijo que no es su hijo. A mi corta edad ya me trenzaba en altisonantes intercambios de opiniones y asistí emocionada a cómo se presentaron finales alternativos, era un debate eso de “con quién debía quedarse el bebé” o sea con Ana. Hasta el día de hoy la canción que formaba parte de su intro (Aguanta Corazón) suena de vez en cuando en algún nostálgico karaoke.

Siempre recordé la novela…y a Daniela. 

En medio Clara (la ladrona de bebés) y a su izquierda, nuestra derecha, Cló…la hermosa Daniela.

Por eso, cuando la noticia de su muerte corrió por todos lados, quedé en shock. No podía creerlo. Los detalles del asesinato eran turbios. Su compañero de telenovela, el infame Guillherme de Pádua, la había asesinado en complicidad de su esposa embarazada, la no menos infame, Paula Thomaz. Qué horrible todo, y aún así…la ausencia de redes sociales me protegió de lo TAN horrible que fue.

Nunca supe si en Bolivia exhibieron la novela En Cuerpo y Alma, novela que sería la última actuación de Daniela y donde se gestaría toda la pesadilla que acabaría con su vida. Para mí, solo era Cló, la de Vientre de Alquiler, la amiga de Clara. Hermosa, joven, talentosa.

Este año, HBO Max decide presentar Pacto Brutal: El asesinato de Daniela Pérez, una devastadora serie documental que cumple un doble fin: homenaje a Daniela y denuncia.

Homenaje porque el asesinato ocurrió en 1992 y hay una generación que nunca la conoció, o que supo muy vagamente qué pasó con ella. Daniela Pérez existió, y era más que Cló, más que Jazmín (su último personaje) y si no fueran las manos criminales de Guillherme de Pádua y Paula Thomaz seguiría entre nosotros.

Denuncia porque si bien los asesinos fueron juzgados y condenados, los 18 años de cárcel que tendrían que haber cumplido presos se convirtieron en 6 años y 9 meses y ambos rehicieron su vida.  Todo criminal tiene derecho a rehacer su vida, claro, pero en el caso de estos personajes hasta la fecha siguen incordiando a la familia de su víctima.

Los ganadores del Emmy Tatiana Issa y Guto Barra, deciden contar lo que pasó ese fatídico 28 de diciembre de 1992 y el juicio posterior en 5 episodios. El guion escrito por Barra, tiene la sensibilidad suficiente para nunca darle micrófono a los asesinos. Esta es la historia de una víctima, de cómo sus familiares y amigos fueron destruidos por su muerte, es la historia de la justicia corrupta de un país.

La valiente Gloria Pérez ¿Qué se le dice a una madre que entierra a una hija? No hay palabra para describir eso.

Gloria Pérez, mamá de “a Dani”, es el alma de este documental. La guionista estrella de O Globo (Vientre de Alquiler, En Cuerpo y Alma, El Clon, entre muchas) nos muestra a Daniela a través de sus ojos. Nos cuenta la niña que fue. La adolescente fascinada con el baile. La joven que se enamoró y se casó a los 19 años. Rompe el corazón cuando Gloria cuenta que se arrepiente de no haber almorzado con ella el día que murió.

Pacto Brutal no se pone tímido para mostrar las fotos oficiales de la escena del crimen. Eso en un principio me chocó, pero una parte de mí entendía que la familia quería que todos supiéramos qué le hicieron, cómo se ensañaron con esa “menina”, cómo no hay absolución posible para esa muerte. Además de Gloria, dan su testimonio el hermano de Daniela, el viudo, los amigos, los colegas de trabajo, los fans que se tomaron la última foto con ella, los involucrados en el juicio, todo sirve para desenmarañar un caso que se convirtió en algo mucho más grande que la muerte de una actriz, como en un principio titulaban los medios.

En la época que Daniela fue asesinada, ese tipo de crimen no era considerado un crimen hediondo (Brasil tipifica como crimen hediondo a un crimen que tendría que causar toda la repulsa del Estado y por lo tanto que debería tener mayores penas). La cruzada de Gloria Pérez por cambiar la ley brasileña y encontrar justicia para su hija es conmovedora y deja sin palabras. Una de las grandes virtudes del documental es que desde el crimen de Daniela se cuestiona la corrupción institucionalizada de la justicia brasilera y la inoperancia de su policía, y ni hablar del papel de la sociedad que permite que un asesino mute a youtuber, pastor de iglesia y sea invitado a dar su testimonio en televisión cada vez que le da la gana.

ella siendo ella en su último año nuevo

Hay dos cosas en las que discrepo en cuanto al tratamiento de la historia. Es cierto que los hechos demuestran que Daniela Pérez nunca tuvo un affaire con su asesino, pero en la práctica no importaría. Porque, aunque hubieran tenido un romance, aunque ella hubiera intentado seducirlo, aunque ella lo persiguiera, no hay justificación para 18 puñaladas. Así que a veces el excesivo remarcado de que no tuvieron nada me hacía un poco de ruido. Aunque también entiendo la necesidad de la familia en dejar claro que ella no tenía nada que ver con ese tipejo.

Lo que menos comparto es la falta de cuestionamiento a los testigos que vieron cómo Guillherme de Pádua noqueaba a Daniela en la calle y se la llevaba en calidad de bulto. O sea, fueron testigos de todo, no hicieron nada, no dijeron nada después, la madre los tuvo que perseguir para que colaboren, y el documental casi que los presenta como los héroes que terminaron aclarando las cosas. Imagino que es por pedido de Gloria y porque efectivamente, el testimonio cambió el curso del proceso, pero esos sujetos no son héroes, para nada. 

Pacto Brutal, tal como lo anuncia su título es brutal. Te deja con el corazón hecho un guiñapo. El trabajo de investigación y el cuidado que le pusieron a nunca matizar las acciones de los asesinos es admirable. Hace imposible mirar la forma u opinar sobre sus características técnicas cuando el contenido cala tan hondo. Los cuestionamientos a los medios de comunicación, a cómo se manejo el crimen, al machismo sobre el caso, aportan la nota crítica que nunca se mencionó en los 90s. 

Mientras más se acerca el final, más sufrís por esa familia que nunca recuperará lo perdido. Una de las frases que  me golpeó profundamente fue cuando Gloria Perez rememora esa etapa en que sentía que se encontraba plena: su hijos estaban bien, ella estaba pasando por un gran momento laboral, vivía cómoda y tranquila, todo estaba bien…y el 28 de diciembre de 1992, eso se esfumó. «Ya no busco la felicidad, sino las felicidades posibles», dice ahora.

Y paralelo al documental, te agarra la impotencia de saber que los asesinos nunca dijeron la verdad, nunca se arrepintieron, nunca tuvieron un acto digno. 30 años después, y a pedido de las redes sociales, Guillherme (muy en su tono psicópata de siempre) pidió perdón a Gloria Pérez por la muerte de Daniela a través de un video de youtube que solo produce el más alto nivel de CRINGE.  

Solo queda decir: Ni olvido, ni perdón.

Lo mejor: Daniela y la entereza de los que la perdieron Lo peor: haberla perdido Lo más falsete: los testimonios de Guillherme, los de Paula y los de los testigos de la gasolinera El mensaje manifiesto: la vida puede cambiar en un segundo El mensaje latente: recuperarte de ese segundo puede llevarte una vida entera La escena: cuando Gloria habla de Dani, todos los momentos son muy duros El personaje entrañable: Dani, siempre Dani y Gloria El personaje emputante: los asesinos El agradecimiento: porque el recuerdo nunca muere.

CINE SUIZO: Azor

Por: Mónica Heinrich V.

En el día a día todos vivimos situaciones en las que a veces elegimos mirar hacia el costado y “no meternos”. Es más fácil hacerse el opa que sumergirse en problemas ajenos, conflictos de pareja, disputas económicas, peleas de amigos, temas laborales, lo que sea. Se elige el mullido colchón de la comodidad. Uno prefiere no alterar su mundo involucrándose. Pero ¿qué pasa cuando es necesario, realmente necesario, involucrarse, meterse, incomodarse?

Andreas Fontana es un director de cine suizo, con maestría en Literatura Comparada, que encontró el diario de su fallecido abuelo y descubrió que el señor hizo un viaje a la Argentina en 1980, en plena dictadura de Videla. Lo que le llamó la atención es que su abuelo, un funcionario de la banca privada suiza, relató su viaje sin mencionar nunca las condiciones que vivía el país en ese momento. Y, como es de esperarse, Andrea se perturbó.

De ahí surge Azor, su opera prima, una película que transita las calles de Buenos Aires narrando de manera atípica cómo el jailonerío y las esferas de poder vivieron ese amargo periodo histórico: sin involucrase, sin meterse, sin incomodarse.

En Azor, Yvan (Fabrizio Rongioni) es un banquero suizo que llega a Buenos Aires para reemplazar a su socio, el enigmático y desaparecido Keys (Alain Gegenschatz). Keys es una figura omnipresente en toda la película. Algunos hablan a favor de él, otros dan a entender que a Keys se le habían soltado algunos tornillos. Yvan parece poco inclinado a averiguar realmente qué pasó con su colega, su labor es más bien pastorear a los clientes del banco y asegurarse que en medio de la crisis de la dictadura sigan siendo sus clientes. Al final, es un tema de plata. Yvan se reúne con distintos personajes acaudalados que también están viviendo en su propio mundo. Casi 10,000 desparecidos, unos 45,000 secuestros, niños robados, bienes confiscados, y un sector de la sociedad seguía piscineando, yendo al club hípico y haciendo fiestas.

Es esa mirada fría y despiadada lo que hace que la película de Fontana termine metiéndose dentro de tu piel y del corazón.

Azor casi no menciona el tema de los milicos como “tema”, en algún momento Yvan va al Club de Armas, se relaciona y comparte con ministros y milicos ficcionales/noficcionales que mientras beben un whisky venden las compañías del Estado al mejor postor. Quizás lo más panfletario será cuando va al club hípico y uno de los personajes dice con pesar: No se conforman solo con las personas, se están llevando hasta los caballos.

La película que también escribe Fontana y co-escribe Mariano Llinás (a quien descubrimos en Historias Extraordinarias) es sutil, te envuelve con escenas que parecen repetirse y que algunos espectadores encontrarán aburridas o pretenciosas. A mí, el mundo que propone Fontana me inquietaba, me generaba angustia, su cámara más bien convencional (fotografía del rumano Gabriel Sandru) con una música más bien no convencional (del compositor Paul Corlet), crean una atmósfera opresiva, rara, diferente.

Otra cosa a destacar es cómo Fontana presenta a este personaje (Yvan) como un personaje que también tiene sus conflictos o sus propias expectativas sobre sus funciones. No es un villano en toda regla. Es alguien que fue a cumplir un trabajo y que, sobre todo al final, se da cuenta del gran negocio que puede llevarse si solo cierra la boca y facilita las cosas.

Además de un casting de actores profesionales, Azor también cuenta con actores naturales: banqueros, hacendados, etc., en un intento de darle mayor realismo a la historia y que la fama de algún actor no se interponga en la mente del espectador recordando a otro personaje interpretado.

Fontana dirige con mucha elegancia este su debut cinematográfico. Desde la escena inicial, única en la que veremos al esquivo y siempre recordado Keys, hasta esa escena con la que cierra, queda clara su vocación narrativa, su gran pulso como director.

No necesita apuntar contra Videla, contra los milicos, o rememorar a los desaparecidos. No necesita hacer una apología contra la violencia, ni un discurso sobre los derechos humanos. No necesita nada de eso.

En Azor que echa un vistazo a la Buenos Aires de 1980 podemos ver cualquier conflicto actual, cualquier crisis, siempre aparecerá la banca privada tratando de resguardar el dinero del poder y al poder tratando de salvar o multiplicar los quintos.

Y no solo eso, también estarán aquellos que mientras eso y otras cosas más suceden, no se involucrarán, no se meterán, no se incomodarán.

Pase lo que pase.

Lo mejor: Tiene personalidad y garra Lo peor: a cierto público le puede parecer redundante y/o aburrida Lo más falsete: la secuencia con el cura El mensaje manifiesto: Plata es plata El mensaje latente: si te hacés el opa podés beneficiarte La escena: las del Club de Armas y las de la hacienda del señor al que se le despareció la hija El personaje entrañable: los desaparecidos, siempre El personaje emputante: el mullido colchón de la comodidad El agradecimiento: porque de la historia se puede aprender.

 

CINE: Crímenes del futuro (Crimes of the future)

Por: Mónica Heinrich V.

Desde los 90s que no veíamos a este David Cronenberg. Concretamente desde eXistenZ (1999). Y cómo lo extrañábamos.  Me atrevería a usar más el término brasilero saudade, esa suerte de melancolía y nostalgia por algo que te ha dejado un vacío. ¿Se puede tener saudade por un cineasta? La repuesta es sí. Yo sobrevivo con múltiples saudades de ese estilo.

Me hacía falta el Cronenberg juguetón, el arriesgado, el que se embarcaba en proyectos raros y hasta esperpénticos. Eso no quita los méritos de su etapa de no terror-bichos-bodyhorror que nos ha dado cosas como Una Historia de Violencia (2005). Pero, uno tiene su corazoncito cinéfilo y a veces, solo a veces, nos sumergimos en la perentoria idea de que “todo tiempo pasado fue mejor”.

Crímenes del futuro está situado en algún momento del futuro. Ese que durante la Pandemia sonaba tan incierto. Ese futuro donde el cambio climático y la vida hicieron lo suyo. Ese futuro donde el cuerpo humano empezó a desarrollar espontáneamente órganos desconocidos que amenazan las vidas de sus dueños. Ese futuro donde la humanidad está privada del dolor corporal y lo añora. Ese futuro donde hay un nuevo humano, uno que directamente no puede deglutir comida sino que necesita plásticos y cosas sintéticas. Ese futuro donde además hay una nueva relación sexual, el placer que nace del bisturí.

El cuerpo de Saul Tenser (Viggo Mortensen) sufre de Síndrome de evolución acelerada y genera nuevos órganos desconocidos con regularidad, Caprice (Lea Seydoux) lo acompaña en performances artísticas en las que ella extrae el órgano ante los ojos, cámaras y celulares de un público fascinado y morboso. Como historia paralela, Lang Dotrice (Scott Speedman) sufre por la muerte de su hijo al que la madre asesinó por ser un monstruo. Dotrice se ha convertido en una especie de líder de eso que el resto de los humanos trata de combatir.

Cronenberg, que también escribe el guion, no siente necesidad de echar luz sobre el contexto o lo que llevó al mundo a esa situación, aunque el mensaje casi de panfleto medioambientalista salta más que un conejo Duracell. Fiel a su estilo, se apoya en una dirección de arte en la que destacan los implementos (silla, cama, etc.) que usa Saul para conseguir manejar el dolor al dormir, al comer o para ser exhibido mientras le extirpan cosas del cuerpo. De hecho, gran parte de la película se sostiene por esas escenas, que son las más trabajadas a nivel narrativo y conceptual.

El espectador que ya conoce el cine cronenbergiano sentirá el deja vu, la mente pendeja viajará a otras historias, a otras caras, a otros momentos que el cine de Cronenberg nos ha dado. Eso no necesariamente será negativo, la autoreferencia puede funcionar y en este caso ayuda a que sigamos el curso de la historia porque lo extrañábamos (¿ya quedó claro eso?) y queremos ver hasta el final qué nos va a regalar.

En Crímenes del futuro se pueden admirar más los detalles. El humor con el que se introducen al director del Registro Nacional de Órganos o RNO, Wippet (Don McKellar) y a su titubeante asistente Timlin (Kristen Stewart), las paredes descascaradas de la oficina burocrática en la que intentan llevar registro de cada órgano nuevo del que tienen conocimiento, el hombre lleno de orejas, el concurso de Belleza Interna, hay muchas buenas ideas sueltas flotando alrededor del tema principal. En la revolcada cae también el arte como objeto de vouyerismo y de narcisismo galopante. Los límites que se cruzan en su nombre. 

Obviamente que su casting ya paga el visionado de la película, un Viggo Mortensen al que amamos desde Una Historia de Violencia (2005), la francesa Lea Seydoux que siempre será nuestra Adele, un sorpresivo Scott Speedman al que en sus épocas de galán de serie ñoña juvenil (Felicity) nunca imaginamos encontrarlo en una película de David Cronenberg, y, claro, Kristen Stewart que ha dejado de ser la insulsa Bella Swan para convertirse en una actriz seria.

A pesar de tener todo para ser un peliculón y de ser un guion desarrollado a lo largo de veinte años, algo falta para que termine de cuajar. Estamos ante un globo que en sus escenas iniciales se infla grande y voluminoso, y que luego sale escupido al firmamento. Tiene que ver con que los elementos periféricos como la historia de Dotrice, el policía, lo del RNO o las dos tipas técnicas de las máquinas, no tienen casi ningún asidero narrativo real más que aportar algo de color a la historia. Por eso, cuando la película avanza, muy bellamente, por cierto, se desluce hasta el más que anunciado final. 

Crímenes del futuro pretende ser una admonición desde su título. Esa admonición se desenvuelve durante toda la película: los viejos temas de los viejos humanos persisten; el otro, el diferente, será aquel al que hay que censurar, cazar, eliminar; o como decía Shakira cuando era una juvenil y morocha compositora: lo que no se quiere se mata.

El humano del futuro no es muy diferente del humano del pasado o del presente.

Capaz la mayor debilidad de la película es que llega algo tarde, este mismo guion hace unos 10 años se sentiría mucho más transgresor que ahora.  Aunque qué es la transgresión sino una impostura más que pretende dar la ilusión de singularidad.

La belleza, la oscuridad, y las capas que se pueden abrir a raíz de Crímenes del Futuro, pucha que se agradecen. Y, claro, es una película de David Cronenberg (nuestro extrañado y amado David Cronenberg) con eso basta y sobra. ¿O no?

Lo mejor: Es Cronenberg Lo peor: algo le falta para redondearla y hacerla más sólida Lo más falsete: algunas escenas pegadas con moco como la de las técnicas asesinas o la del policía El mensaje manifiesto: Estamos enfermando al mundo El mensaje latente: porque nosotros somos unos enfermos La escena: las de la máquina de la autopsia, y la del señor de las orejas El personaje entrañable: el niño come plástico El personaje emputante: Dotrice, por inútil El agradecimiento: porque Cronenberg existe.

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