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CINE: Cuando acecha la maldad, Talk to me, Beau is afraid, Good Boy y Saltburn

Por: Mónica Heinrich V.

Cuando acecha la maldad

A Demián Rugna lo conozco por Aterrados (2017) caí en el hype de que era la película de terror que Latinoamérica estaba esperando. Solo un gringo que no conoce Latinoamérica puede dar tan tremenda afirmación. Amig@s gringos: Acá pasan cosas. Así y peores. No hay película que le llegue a la punta de la uña amarillenta llena de hongos del dedo gordo del pie al glosario de horrores que vivimos día a día.

El argumento me encantaba: Clara escuchaba voces en las cañerías de su cocina, esas voces planeaban matarla. Bello ¿no? Se lo cuenta fatigadísima al mamerto del marido que, obvio, no le cree un carajo. El guion, escrito por el mismo Rugna, avanza y toma recovecos más enroscados: A otro vecino se le movían los muebles. Un niño del barrio que había muerto atropellado regresa por su propio pie a su casa desde el cementerio para depositarse en la mesa y luego quedar, otra vez, tieso. Después se involucran un detective y una doña que es investigadora paranormal. Bla bla bla. Ya me aburrí solo de relatarlo. La película tenía una factura muy rústica, rústica en actuaciones, en ambientación, en todo. Sabías que estabas viendo una película clase b c d e f g, pero los ojitos pre-pandémicos querían seguir. Era como la huevada de Paranormal Activity más chafa (si es posible), aunque con garra. Digamos.

Han pasado muchos años y como nuestros teléfonos y computadoras nos escuchan, el algoritmo hizo que me apareciera una noticia en la que se afirmaba que Cuando acecha la maldad era la película de terror del 2023. Soy muy sensible a lo visual y a lo titular. Ni siquiera me di cuenta que era el mismo Demián Rugna de las cañerías asesinas que ya la estaba viendo.

Resumo: En una zona rural argentina en la que se mezclan las vacas, los árboles y los riachuelos, se descubre que hay un embichado. El embichado resulta ser un gordo purulento, lleno de heridas, costras, que apenas respira y que tiene que ser eliminado para que su mal no se esparza a tutti quanti. El mal va más allá de la condición física, el mal es el mal, en su concepción más peligrosa.

La película empieza cuando los hermanos Pedro (Ezequiel Rodríguez) y Jimmy (Demián Salomón) encuentran al limpiador (el que tendría que encargarse del embichado) partido al medio, destripado y, claro está, difunto. De ahí, personajes indígenas de por medio, llegan al embichado y deciden que como el embichado los puede embichar y derramar toda su maldad embichada tal como le pasó al limpiador de embichados que no vivió para contarla, hay que deshacerse del embichado como sea. El guion nos lo presenta como una alternativa ineludible, pero me preguntaba cómo planeás deshacerte de un embichado que postrado y todo se deshizo de su limpiador. CÓ-MO. Ellos lo intentan y… sale mal. Mal en la concepción terrible de la palabra.

Repito: Embichados, el mal, y unos pobres tipejos en la Argentina “projunda” tratando de salir ilesos de eso.

Seh. Justo la vi antes de las elecciones gauchas, así que cuando SPOILER el perrito PUM se lleva por delante a la criatura, y vos gritás, y no lo podés creer, aunque lo viste venir, pero no lo querés creer FIN DEL SPOILER todo se vuelve más claro en la vida.

¿Y si hacemos exactamente lo que nos dijeron que no hiciéramos?

Analizando el discurso de Cuando acecha la maldad, hay momentos de crítica al Estado por el abandono de las regiones rurales aunque esto parte de la boca de terratenientes ergo propietarios privilegiados, hay una mirada a las disputas de pareja resueltas con los hijos como rehenes, de la culpa o el rechazo hacia los discapacitados, ajá, hay tiempo para esos bocadillos. Bocadillos que podrían darle más profundidad a Rugna dependiendo desde qué lado lo interpretés: ¿Son comentarios honestos y no maniqueístas de lo que plantea? ¿o solo son muletillas desde el estereotipo o desde lo que el director piensa que se congraciará con su público?

Hay que decir, porque es necesario, que las actuaciones son irregulares y la cosa se despatarra después de la mitad, y llegás al final entre el estupor y el amor. Estupor porque, aunque también lo viste venir, no podés creer que una premisa que estuvo interesante se desmorone tan estrepitosamente. Y amor, porque sí, porque es tan malo que es bueno. Bueno en la concepción ñoña y condescendiente de la palabra.

Lo mejor: Una primera parte notable y muy lograda y el manejo del terror rural Lo peor: cómo se cae Lo más falsete: el final y las maneras mamertas en que intentan deshacerse del embichado La escena: la de las cabras, y la del perrito El mensaje manifiesto: el mal nos acecha El mensaje latente: del mal no se escapa El personaje entrañable: el perrito (ñie) El personaje emputante: la inútil que sabía cómo combatir a los embichados y no hace nada medianamente inteligente El agradecimiento: por la escena de las cabras, por la escena del perrito.

TALK TO ME

Ay. Le hice lance a esta película un montón de veces. Solo el poster gritaba que era una mala idea. Que vería cosas tristes y feas. Que cuando uno se hace grande ya no alcanzan manos y sesiones espiritistas para horrorizarte. Que vivimos en Latinoamérica y acá pasan más cosas y “más peores”. Que como dijo Foster Wallace “Somos lo que caminamos entre dos puntos”. Que me aferraba a la máxima de Dwight Schrute “Before I do anything, I ask myself, ‘Would an idiot do that? Que ya empezó el 2024 y se acerca época electoral. Que No, que la mano esa no nos iba a mover un cabello.

Y en ese estado de escepticismo hubo sorpresas: La primera es que Talk to me es australiana y  está dirigida por mellizos, los no menos australianos Danny Philippou y Michael Philippou. La segunda es que estos mellizos son/eran youtubers. Sí. Todo suena cada vez peor. La tercera es que tienen 31 años y que esta película es su opera prima y viene después de una serie de parodias y live actions en su canal que arrastra 6 millones de suscriptores. ¿Ya estás pensando que va a ser una caca? Error.

O sea, sí, pero no.

La película empieza con un plano secuencia brutal, que tiene dos escenas específicas que te dicen: No importa el poster. No elegiste mal. Tu suscripción a Prime vale la pena. La vida es hermosa.

Mia (Sophie Wilde) es una adolescente que ha perdido a su madre. Aún no supera esa pérdida, porque ocurrió en confusas circunstancias. Bueno, la película lo plantea así, aunque es muy evidente todo lo que pasó.

Como los muchachos son una huevada (habló la doña) se juntan y juegan a contactar espíritus con una mano que afirman es la mano embalsamada de una gran espiritista. El asunto es agarrar la mano, contactar al espíritu y dejar que por 90 segundos te habite. Luego, tenés que soltar la mano tostando. No sabemos cómo carajos ellos saben que solo son 90 segundos, pero TAMPOCO nos importa.

Desde que me fue imposible decir Bloody Mary tres veces en la oscuridad mirándome al espejo, no entiendo por qué las personas se prestarían para esos chiveríos sobrenaturales, pero sí, esa tropa de gringos medio analfabetos le meten.

¿Y si jugamos Santa Catalina?

Debo congratular al editor y al que eligió la música para los momentos de posesión. Esos primeros 40 o 50 minutos donde se teje el hilo de la tensión relacionada con la mano, los espíritus y las pobres decisiones de la juventud, alcanzan su pico con los golpes de Riley (Joe Bird) contra la mesa.

Me llegué a tapar los ojos (muy cliché: con los dedos abiertos) a los gritos de: No, No, amigo Riley, no. Y después: SÁQUENSELA, SÁQUENSALA. Y después: MÉTANLA PRESA. LA QUIERO PRESA.

Ajá, muchas emociones derramándose como contagios de COVID pre-carnavaleros.

El problema es que una vez pasa su punto alto, el camino ya es en bajada. El Titanic en su cuarto día y medio, y los violinistas aún tocando. Las pobres decisiones de la juventud, se convierten en pobres decisiones de guion. Igual, la primera mitad de nuestros mellizos youtuberos hace que termine el tole tole y digás: Buen servicio. No hay resentimientos, ni ganas de hacer canciones con Bizarrap.

Lo mejor: Un inicio trepidante, y unas secuencias de posesión muy buenas Lo peor: desde que el chico está internado para adelante Lo más falsete: es una película sobre una mano que te hace ver fantasmas, no hay nada muy real La escena: la secuencia inicial, la del perro y el chico, las posesiones masivas y lo de Riley El mensaje manifiesto: hay que procesar los duelos El mensaje latente: no jugués con lo desconocido (ñie 2) El personaje entrañable: la mano. Tanto atarantado agarrándola El personaje emputante: sí, Sophie El agradecimiento: por la música y la edición de las escenas de posesión.

BEAU TIENE MIEDO

Quiero a Joaquin Phoenix (ya hablaremos de su Napoleón en otro momento) y por eso tenía ganitas de sumergirme en las profundidades de esta película. Fue su director Ari Aster el que me hizo postergar el asuntito, porque Ari es como esa persona que cuando las cosas salen mal te va a decir: Pa que me invitás si sabés cómo me pongo.

Si conocés, conocemos, la filmografía de Ari (Hereditary, Midsommar), sabrás, sabremos, que el viaje será movidito, pero al estilo carretera de la muerte en Los Yungas con la llanta en el aire a punto de desbarrancarse.

No tenía idea de qué iba Beau tiene miedo. Así que cuando terminé de verla y busqué entrevistas de Ari me sorprendió muchísimo leer que el tipo estaba decepcionado de que la gente se saliera de las salas de cine en medio de su película. Digamos que pensé que esta paja mental sería asumida como tal, en toda la gloria de su pajerío, y que Ari estaba muy consciente de lo críptica y a veces insoportable que era. Al parecer, no es el caso.

Permítanme contarles que Beau tiene miedo es eso, un compendio fílmico, ficticio, meta-narrativo, de los miedos, fobias, y, sí, pajas mentales, de Beau (Joaquín Phoenix) y de su director, guionista, Ari Aster.

Beau es un hombre de mediana edad, que vive en un barrio marginal en precarias condiciones, que está bajo tratamiento psiquiátrico, y que ha llegado a la adultez sin amigos, sin redes sociales, sin logros, solo con fracasos, culpas y miedos.

Sentí empatía por ese Beau, me parecía muy triste su vida, y te hace reflexionar sobre cuántas personas hay que llegan a esa edad en esa soledad y abandono. Ari pone elementos desde el inicio que nos dejan claro que no estaremos ante una narración realista, ni lineal. Los mendigos, el tipo chuto que apuñala gente, el vecino que le reclama el ruido, la invasión a su departamento, la extraña llamada de su madre, la posterior llamada con el repartidor, todo pinta un universo manchado con el estrés diario y con la fatiga mental del que ya perdió su asidero con la vida. Beau es una persona mayor, pero actúa con la indefensión y la vulnerabilidad de un niño.

Conforme la película se desarrolla, la propuesta de Ari se enreda como rollo de canela. Beau tiene que ir a la casa de su madre, que aparentemente ha muerto aplastada por una lámpara araña, y no consigue hacerlo. Hay flashbacks de la infancia de Beau, flashbacks extraños, sórdidos que se mezclan con situaciones cada vez más confusas. Cuando parece que vas a encontrar respuesta en un posible pasado de veterano de la guerra de Beau, es una carnada falsa. Después se descubre que Beau fue usado por su madre para probar y promocionar medicamentos. Al final resulta que el lugar donde vivía Beau es controlado por la empresa de su madre, y todos los loquitos, matones y mendigos que la habitan han sido parte de esa empresa al igual que Beau. Por eso, el psiquiatra al inicio subraya la palabra culpa, por eso la película subraya el tema de la culpa, por eso, hay un juicio al final. La realidad distorsionada de Beau, la que vemos, esconde algo horrible. ¿Eso es todo? No. Se podría ofrecer montón de teorías y subtramas para esta película. El papel del padre ausente, según la madre muerto, que no ha muerto, que aparece en la metáfora de un pichi gigante apuñalado (ya no recuerdo si era con tijera, cuchillo o pinza de cejas), termina de volar cualquier intento de lógica. Estamos ante lo que se denomina un narrador no fiable, y ante una película que está cargada de tantos simbolismos y metáforas que explicados al detalle pueden parecer una gran obra de arte o una cagada mayúscula, dependiendo de si te identificás con este planteo o no.

¿Y si rezamos para que toda esta mierda se vaya?

Me saco el chicle de la boca y les cuento cómo lo viví: Me encantó toda la parte inicial. Este Beau trastornado, desprendido de la realidad que nos quería mostrar que llevaba una vida de mierda, en el abandono y la soledad de un pobre cojudo. Disfruté el encuentro con la familia ñoña/cringe de los suburbios, con la presencia de Amy Ryan (Holly Flax en The Office) con las cosas del hijo muerto en la guerra (una de las tantas guerras inútiles gringas) aún intactas, me asusté con la loca de la lata de pintura, y seguí el escape de Beau hasta el bosque. Ya en el bosque me dije ay, no. Cuando Beau se encuentra con el grupo de teatro, y nos cuentan una historia teatralizada, animada de la vida alternativa de Beau que también acaba en tragedia, y después es emotiva, y después es violenta, ya estaba con ganas de que la huevada termine. La parte de la casa, y el juicio se me hicieron eternos. Aplaudo a Ari Aster por lanzarse a esa piscina semi-vacía del “hago lo que se me canta, tómalo o déjalo”, pero a veces uno no resiste. A veces somos soldados caídos en esa batalla del “quiero abrazar tu propuesta”.

Después de tres horas y algo, Beau tiene miedo concluye, y aún recordás el pichi gigante atacado a puñaladas. Ahorita, en estas aciagas horas nocturnas en las que escribo este pajeo de reseñas, sigo pensando en el pichi gigante atacado a puñaladas. No me sorprende que los Oscar hayan dejado ir a una actuación que seguramente Joaquín Phoenix pensaba que lo llevaría a cosechar premios en carretilla, es demasiado. Demasiado para nosotros, simples mortales.

El circo tiene muchos payasos.

Lo mejor: Una película de múltiples lecturas con una factura impecable Lo peor: más cargada que ekeko Lo más falsete: ese afán rompedor La escena: el pichi gigante El mensaje manifiesto: la mente es un complejo laberinto El mensaje latente: no te perdás en el laberinto complejo de tu mente El personaje entrañable: Beau, que tiene miedo El personaje emputante: Ari, omnipresente en cada frame El agradecimiento: por sus buenos momentos.

GOOD BOY

Había esperado esta película más que la final del Bailando por un sueño 2023.

¿Perros? ¿Una persona vestida de perro que actúa como perro? ¿Una persona que tiene a otra persona vestida de perro que actúa como perro? O sea, NECESITABA ver esta película.

Encima es noruega, así que las posibilidades de que una película así termine o se maneje desde la cursilería sanvalentinera eran nulas.

Christian (Gard Løkke) es un choquito jailón que anda buscando matches en una aplicación de citas. Me pasa lo mismo que con Talk to me, no sé por qué te animarías a nadar en esas aguas turbias. Este gringo europeo le mete. Ahí se topa con la no menos choquita Sigrid (Katrine Lovise Øpstad Fredriksen). Hasta ahí todo parece destinado al triunfo: Dos choquitos bonitos se juntan y se gustan.

El tema es que Christian tiene en su casa a Frank, su supuesta mascota. Pero Frank es claramente una persona vestida de perro que actúa como perro todo el tiempo. Si pensabas que la película sería sobre Sigrid descubriendo este oscuro secreto a lo largo de todo el metraje, nop. Sigrid sabe casi al inicio que Frank existe y que Frank es una persona. Christian le dice que Frank quiere vivir así, que él es tan bueno que simplemente lo complace. Sigrid se escandaliza hasta que su mejor amiga (una opa muy cojuda) le dice que para qué se hace lío, que hay gente que hace eso (puppy play) y que además el choco es millonario. A Sigrid se le enciende la mente y el corazón con lo de millonario, y decide darle una oportunidad al choco y a Frank.

Hasta ahí me gustaba todo: Los chocos, Frank retozando por ahí con los chocos, las actuaciones de los chocos, los diálogos de los chocos, todo funcionaba.

¿Y si nos casamos y tenemos un montón de choquitos?

Entonces pasa lo que tiene que pasar SPOILER Los chocos se van de paseo, y en un momento random, Frank aprovecha que está a solas con Sigrid para decirle alterado que lo ayude, que el choco está loco y que los dos tienen que salir tostando de ahí. Es la primera vez que veremos el rostro de Frank detrás de la máscara de perro SPOILER

Podrías pensar que eso subiría la adrenalina a tope, y sí, lo hace. Pero el contexto está tan mal llevado, tan poco coherente que SPOILER sabés que la choca acabará vestida de perra tarde o temprano. SPOILER

De ahí sucede lo que no puede pasar en este tipo de películas: te aburrís.

El cierre es muy absurdo tomando en cuenta que la choca no era una tipa largada de la mano de Dios, que tenía a la mejor amiga (la opa cojuda) que sabía con quién se había ido, y la mamá que también la buscaría.

Fue medio raro. Es como si la primera parte se hubiera trabajado mucho, y la segunda el director y guionista Viljar Bøe hubiera sido secuestrado al estilo Misery y obligado a terminar como sea esa película.

A Viljar lo conozco por su ópera prima, Til Freddy, que se notaba tenía mucho menos presupuesto que esta, cuya premisa también era interesante: Un tipo sale de la ciudad con sus amigos, pero descubre una nota de alguien que le informa que uno de esos pendejos lo va a matar. Como ves, Viljar siempre tiene planteos entretenidos.

Pero, perro que ladra no muerde.

Lo mejor: muy buena idea Lo peor: no sé qué pasó con el guion Lo más falsete: que a Frank se le ocurra pedir ayuda recién cuando está en una cabaña alejada en el bosque La escena: cuando el perro pide ayuda El mensaje manifiesto: en el mundo actual se normaliza cada cosa rara El mensaje latente: lo que es cringe a primera vista, es cringe nomás El personaje entrañable: el pobre Frank, para sus acciones tontas tiene la excusa de un largo cautiverio El personaje emputante: la amiga opa y cojuda El agradecimiento: por los perros verdaderos. SIEMPRE.

SALTBURN

He dejado estita para el final, porque la directora Emerald (el nombre le queda al pelo) y yo ya tuvimos nuestros desencuentros en Promising Young Woman (reseñada ACÁ).

Había dos cosas que me corrían de este asunto, una era Emerald, obvio, y otra el chico de Euforia (Jacob Elordi). Emerald porque una vez vista la madre del ternero, sabés que los otros terneros tendrán las mismas manchitas y colores. Y Jacob porque sí. Pero lo triste es que mientras le huís al catálogo de Netflix, acabás resbalando.

Vayamos al meollo de esta película que se puede ver en Prime Video. En primeras, mi amiga Emerald Fenney ha escrito un guion muy fiel a su estilo: lleno de pretensiones y mensajes a la conciencia que terminan sin asidero alguno.

Felix Catton (Jacob Elordi) es un ricachón que estudia en Oxford y que por casualidades de la vida termina de amigo de Oliver Quick (Barry Keoghan). Ambos personajes son unidimensionales. Felix el ricachón despreocupado, medio menso, y Oliver, el tipo en apariencia humilde, outsider, que queda deslumbrado por la vida opulenta de Felix.

El primer problema que tengo con Saltburn es que los ricachones son más ingenuos y vulnerables que un teletubbie. El tal Oliver se les mete al rancho y quitando algún comentario chinchi o desubicado que marca la diferencia de estrato social, y los rifirrafes con la cuota gay de la película, los pobrecitos no sospechan nada, y no actúan en consecuencia nunca, ni cuando ya está la sospecha medio instalada.

Claro que el guion intenta matizar eso con la idea de que Felix, en su versión de ricachón impune, suele encapricharse con ese perfil de personas para que le hagan de sombra adoradora un tiempo hasta que se canse del juguete y busque otro nuevo, pero fuera de actitudes muy de jailón ocioso, no hay otras capas para Felix. La directora también nos muestra a través de su lente el embeleso que hay de ella y la historia con ese poste de luz que parece arrancado de una campaña publicitaria.

¿Y si me hacés hartos primeros planos?

En su contraparte Oliver teje más que una araña. Y de a poco va revelándose un personaje sórdido cuyo único objetivo es arrasar con los ñoños jailones. Esto podría ser divertido (insertar emoticón desquiciado) si no estuviera planteado de una manera muy tonta. ¿Realmente Emerald piensa, cree, intuye que somos así de estúpidos?

La película se sostiene gracias al gran trabajo de Barry Keoghan como el sórdido Oliver y a situaciones hechas para generar incomodidad que funcionan, aunque el resultado sea algo vacío. A nivel de discurso pareciera una lucha de clases, pero no. Ahí donde Parasite (por decir algo) hurgaba en las diferencias de clases, acá no se cuestiona nada aparte de la opulencia. La cámara comparte la mirada embelesada de Oliver de la mansión, de Felix, del laberinto, de las fiestas, porque además el diseño de producción es impresionante. Y es desde Oliver desde donde parte el horror, lo criminal. Así que Oliver es tan solo un psicópata x jodiéndole la vida a sus víctimas. Las víctimas = los ñoños jailones.

Emerald se atreve a ponerle alitas de ángel a Felix y a concluir su película con SPOILER un Oliver chuto bailando nada más y nada menos que Murder on the Dancefloor después de barrer con los ñoños jailones y quedarse con sus quintos SPOILER ¿se puede ser más «sutil»?

Hay un tufillo a El Talentoso Mr. Ripley sin la densidad y riqueza de esa película, pero Saltburn es solo un producto de plataforma streaming, ese que hará que los ricachones de la vida real muestren sus mansiones en TikTok imitando al Oliver chuto con la canción de Sophie Ellis Bextor de fondo. Oh, sí. Internet siempre mostrándonos cómo puede trascender una propuesta.

Lo mejor: impecable factura Lo peor: pobre discurso, y presenta a los ricachones como un montón de Bambis sobre el hielo Lo más falsete: los ñoños jailones La escena: la sorbida (faltaba la bombilla nomás) de masturbación en la tina y cuando Oliver le dice a Felix que ha montado el show que él deseaba El mensaje manifiesto: hay un loquito esperando por vos en algún rincón del mundo El mensaje latente: la envidia y el resentimiento son primos hermanos El personaje entrañable: el laberinto El personaje emputante: todos, incluida Emerald El agradecimiento: por el diseño de producción.

CINE CHILENO: 1976 / CINE ARGENTINO: Argentina, 1985

Por: Mónica Heinrich V.

1976

“Qué oscuros somos los chilenos” dice uno de los personajes de 1976. Y sí, si pienso en el Chile de 1976, qué oscuros fueron los chilenos. Qué oscuros fuimos todos.

Para el cine latinoamericano esos periodos han sido muy difíciles de retratar. El cine memoria cuesta, duele, jode. De Chile se me aparece como un fantasma Post Mortem (reseñada ACÁ) o Machuca (que vi en el Festival Iberoamericano de Cine hace añadas) de Andrés Wood que co-produce 1976. No es casualidad lo de Wood, 1976 es dirigida por Manuela Martelli una de las protagonistas de Machuca. Martelli también fue protagonista de B-Happy, ¿recuerdan esa película que también estuvo en el Festival Iberoamericano de Cine hace añadas? Después, la actriz se fue a estudiar dirección de cine a Estados Unidos y, gracias a Dios, regresó no con un cine de fórmula sino con un debut que tiene voz.
El inicio de 1976 es perfecto. Una doñita jailona, Carmen (Aline Kuppenheim), está eligiendo el color de pintura para las remodelaciones de su casa frente al mar. Es un rosado cursilón. El primer plano está fijo en el balde de pintura que está mezclando el color, de fondo se escucha un alboroto. Los milicos han detenido a alguien en plena calle, a plena luz del día. No lo vemos, pero lo sabemos.

Eso es lo mejor que tiene 1976: lo que no se ve, pero se sabe.

Posteriormente, un sacerdote (Hugo Medina) le pide a Carmen que lo ayude a curar (Carmen trabajó en la Cruz Roja) a un muchacho que recibió un balazo. Le da a entender que es un delincuente común, que hay que protegerlo porque es joven y merece una segunda oportunidad. Se intuye que el herido es alguien de la resistencia contra Pinochet.

Es muy interesante el juego espejo que establece Martelli entre la sordidez de los desaparecidos por la dictadura y las vidas del privilegio que seguían remodelando casas, juntándose a comer, a tomar un vinito, a festejar cumpleaños, en una burbuja que los apartaba de los muertos diarios. Vivían los toques de queda, conocían personas que desaparecían, o colegas que iban presos por ser “rojos”, pero el horror-horror no los tocaba.

El guion de 1976 co-escrito entre Martelli y Alejandra Moffat es íntimo, sin anhelos de mainstream y con un cuidado en la puesta de escena que se disfruta.

Su actriz principal, Aline Kuppenheim, sostiene el peso dramático de todo lo que vemos, quizás algo que te saca de la trama es Ernesto Meléndez como el refugiado. El actor hace lo que puede, pero el personaje requiere a alguien que pueda transmitir que la vida le está pasando por encima como un tractor y, por ratos, su actuación era poco convincente. Este desnivel actoral se sufre en otros momentos en el que aparecen más secundarios igual de flojos. De todas formas, lo que cuenta 1976 es tan importante que el desnivel actoral termina siendo pasado por alto.

Martelli tiene una mirada acuciosa que traduce la tensión de la época. Esa tensión contrasta con el marido de Carmen, un doctor acomodado cuyos amigos son parte de la cúpula militar. Contrasta también con la discusión que se arma a la hora de comer entre hermanos que no tienen la misma postura política. Carmen, por su parte, necesita consumir pastillas para afrontar el día a día, y su generosidad con el refugiado está más allá de la política, más cercana a su vocación de enfermera.

Al mismo tiempo, la relación con el chico le hace notar bajo una fea luz eso que estaba pasando hace mucho y que ella recién dimensiona. Es más fácil ignorar u odiar al “salvaje”, al “peligroso”, al “subversivo”, si no lo conocés, si solo lo ves como esa amenaza que tu círculo inmediato y la prensa utilitaria pregonan.

Me sobraron los recortes de periódico, aunque debo reconocer que el uso que hizo de los discursos de Pinochet en la TV fue muy logrado. No me suelen gustar esos “apoyos”, pero: la señal interrumpida, los niños jugando, me parecieron un gran contrapunto.

La trama me recordó a Golpes a mi puerta (1994) por lo menos en lo básico: Dos monjitas escondían a un rebelde buscado por los milicos e intentaban protegerlo hasta lo último. En esa película el lugar era cualquier país de Latinoamérica en la época del Plan Cóndor y era más entendible que las monjitas se sintieran impelidas a ayudar. En 1976 la ayuda proviene del espectro que se mantuvo pasivo.

Es claro que 1976 no será de esas películas de Hollywood triunfalistas, en las dictaduras tuvimos pocas victorias. Por eso, cuando llega el final y ya lo intuías, igual estás con Carmen hasta el último plano. Y otra vez, con el cántico, la torta, la alegría mundana, regresa la palabra privilegio, pero mientras veo a nuestra Carmen (porque realmente la acompaño) digo no, eso más que privilegio es un quebranto, una vergüenza.

Sí, que oscuros fuimos, qué oscuros somos.

Lo mejor: Tiene voz y una gran protagonista Lo peor: algunos secundarios y algunas escenas que parecen muy tontas  La escena: el final  Lo más falsete: cuando Carmen va a buscar al otro cura  El mensaje manifiesto: qué oscuros fuimos El mensaje latente: qué oscuros somos El consejo: ni olvido ni perdón El personaje entrañable: las víctimas El personaje emputante: el privilegio que miró para un costado El agradecimiento: por la memoria.


Argentina, 1985

No soy fan de Santiago Mitre, aunque respeto la vocación comercial de su cine. Todo, y no miento, todo lo que he visto de él, incluso pensando solo en su trabajo de guionista en películas como Carancho o Leonera, me remite a una fórmula vieja, gastada, imitadora del cine americano. Prolija, claro, pero es el niño que llega al cumpleaños con corbatita de moño. Muy formal, muy consciente de sí mismo.

Argentina, 1985 bebe como si se tratara de agua bendita de la estigmatización del género. El género requiere que sea una película que toma posición y el contexto es netamente manejado hacia ese lado. La milicada no es explorada más que como postes de luz a los que se les nota la maldad, y que tienen que darnos miedito y asco sin ahondar mucho en cómo fue posible lo que hicieron. Parece también que son los únicos responsables, cuando en realidad todos los milicos del mundo en ese contexto tienen el apoyo de distintos círculos internacionales, políticos, sociales, de poder que están permitiendo, empujando y financiando sus desmanes.

Argentina, 1985 sigue el juicio histórico que se le hizo a las Juntas Militares, Jorge Rafael Videla, Emilio Massera, Eduardo Viola, Armando Lambruschini, Orlando Agosti y otros cuatro militares, por los desaparecidos en la dictadura, la narrativa gira en torno al horroroso crimen, las víctimas suben al estrado y Santiago Mitre trata de hacer que sean realmente los testimonios de lo inenarrable. Y funciona. Dialoga con la generación que lo sufrió y con un público que hoy apenas resiste ver una película completa. Tiene los ingredientes adecuados: Un héroe (Strassera), los sorprendidos hijos de la generación que fue en su mayoría pasiva y que pueden lanzar gags («tenía voz de facho, como usted») el niño pintoresco (hijo de Strassera) la amenaza del mal (obstáculos para el éxito) el uso emotivo del relato (testimonios de las víctimas y escenas con las Madres de Plaza de Mayo),  la redención del que “no sabía”, “no se imaginó” (mamá de Ocampo). Estamos todos.

Desgraciadamente, el tono es tan condescendiente que la propuesta termina deslucida a favor de sus aspiraciones comerciales. Se va por el lado sensiblero y omite, por ejemplo, el aporte imprescindible del informe elaborado por la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) cuyo director era nada más y nada menos que el escritor Ernesto Sabato. Sin ese informe el juicio no hubiera sido posible. Esos son los papeles donde escarban Strassera y sus jóvenes ayudantes para armar la acusación. La figura de Alfonsín es apenas una sombra, porque el foco está puesto en la valentía e hidalguía de Strassera, pero para que Strassera pudiera trabajar estuvo protegido por una voluntad política. Es así que el contexto histórico, político, la enormidad de lo que se hizo tras bambalinas, quedan supeditados a una sensación más de telefilm de Hallmark.

A nivel de actuaciones hay desniveles. El niño, la esposa de Strassera, siempre tienen un gesto de más. Ricardo Darín hace una vez más de Ricardo Darín y una vez más funciona. Los chicos cools que acompañan a Strassera aportan color y destaca, de manera inesperada, Peter Lanzani como Ocampo.

Quitando la liviandad y el tono absolutamente convencional con que Argentina, 1985 es contada, en general es una película resultona que seguro generará un nexo emocional con los espectadores de cualquier parte del mundo. No olvidemos lo que dijo una vez Eric Hobsbawm: «La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo ofrecen en una suerte de presente sin relación con el pasado del tiempo que viven». Así que por ese lado, la película es importante y cumple una función de denuncia y memoria. Aún cuando juegue a lo seguro. Aún cuando las oscuras sombras de esos oscuros tiempos siguen sin ser tocadas de verdad.

Lo mejor: Es cine memoria, pone sobre el tapete lo que pasó en esa época, le hace recuerdo a los que se quieren olvidar y se lo cuenta a quienes no lo saben Lo peor: plana y sensiblera  La escena: el testimonio de las víctimas  Lo más falsete: las escenas con el niño y con la esposa  El mensaje manifiesto: qué oscuros fuimos El mensaje latente: qué oscuros somos El consejo: buscar la información sobre el papel de la CONADEP y la cronología de cómo se armó el juicio, también buscar las notas que le hicieron a Borges cuando asistió a una de las audiencias y quedó shockeado El personaje entrañable: las víctimas El personaje emputante: los que operaron en las sombras El agradecimiento: por la memoria.

CINE ARGENTINO: Planta Permanente

Por: Mónica Heinrich V.

El cine de Ezequiel Radusky siempre es interesante. En su ópera prima titulada Los Dueños (2013, codirigida con Agustín Toscano) hizo la gran Parasite y nos contó una historia en la que los empleados de una gran casona en las afueras de Buenos Aires aprovechaban las comodidades del lugar en la ausencia de los patrones. Dicho así, podría parecer que Radusky quiere sopapearnos con una feroz crítica a la jerarquización de las clases sociales tiñendo de un halo victimista a aquellos que siempre están en la parte baja del escalofón de la vida, pero oh, sorpresa, Radusky encuentra matices.  Esos matices están tanto en su ópera prima como en su segunda película, y primera en solitario, Planta Permanente (2019).

En Planta Permanente, Lila (Liliana Juárez) y Marcela (Rosario Bléfari) son dos amigas y comadres que trabajan hace décadas como empleadas de limpieza en un edificio estatal (el Ministerio de Obras Públicas). La película arranca con un cambio de gestión y la llegada de una nueva directora (Verónica Perrota). Una tipa que lanza un discurso típico de político que anuncia un cambio con su gestión o, por lo menos, que finge serlo, y que asegura que nadie será despedido y que trabajará para mejorar la situación de todos. Ya sabemos que cuando un político emite tales declaraciones, lo más probable es que suceda exactamente lo contrario.

El edificio estatal que sirve para desarrollar la historia se convierte en otro personaje. Las escenas construidas en sus pasillos o habitaciones lo muestran sin un buen mantenimiento, con dependencias abandonadas a su suerte, con palomas anidando y gatos callejeros. Los funcionarios entran y salen con un roce social aburrido y mecánico. Un reflejo más de cómo se maneja el aparato público y la decadencia del Estado como ente regulador.

Lila y Marcela, mucho antes de la llegada de la nueva directora, montaron un comedor para los funcionarios en un espacio deshabitado del edificio en el que se acumulaban objetos desechados. Lo hicieron a merced del poco control y en la falta de entendimiento o nomeimportismo de los límites que como empleadas podrían cruzar o no. Cocinan y dan de comer a todo aquel que se anote y se ganan unos quintos extras. Es evidente que la nueva directora tendrá que ser informada de este hecho irregular y así lo hacen, le cuentan y le piden permiso. La directora pone cara de incredulidad y espanto ante ese emprendimiento culinario mientras pregunta: “¿Cómo es que puede existir un lugar así?”…

El mayor logro de Radusky (que también es el guionista) está en que no convierte su historia en una lucha entre buenos y malos. Del enfoque global de la película hacia un sistema corrupto hace un primer plano a las miserias personales de los personajes. Porque en la sociedad todos podemos ser muy miserables, existe pues una democratización de la miseria.

Las que en un principio se llevan las simpatías del espectador, Lila y Marcela, las amigas, las comadres, se ven enfrentadas por mantener un statu quo al cual ya estaban acostumbradas, al cual todo el edificio estaba acostumbrado.

Radusky cuenta su historia de una manera semi-documental, la cámara de Lucio Bonelli, el director de fotografía, muestra con tono laberíntico las locaciones, los pasillos estatales que son también el lugar ideal en el que un grupo de gente otrora unida en la rutina comienza a romper su unidad por los cambios de gestión. Ah, nada como el funcionario acomodaticio que desea mantener su pega ante una inminente masacre blanca.

Planta Permanente se desarrolla bajo un necesario humor negro porque de ser abordada solo como drama social sería bastante desoladora. Destaca la dupla de actrices que sostienen la película a punta de momentos llenos de credibilidad. Esta película es también el último trabajo de Rosario Bléfari que interpreta a Marcela, la actriz y cantante murió de cáncer este año con apenas 55 años. Junto con Liliana Juárez logran hacernos creer el vínculo de comadres, de amigas de años, de empleadas de limpieza que tratan de salir de ese camino en línea recta que es su futuro.

Como contraparte, sí, hay un evidente rechazo a la buracracia estatal (Radusky fue empleado estatal muchos años) y algunas secuencias pueden ser lugar común debido a lo familiar que suenan, también el último tramo de la película tiende a ser más discursivo y a tratar de poner en pantalla de manera demasiado evidente la rabia de una Argentina que ha sido orillada al abismo. Esos puntos serán algo decepcionantes para un espectador que espere más de este relato en el que Radusky no quiere entregar nada más ni nada menos de lo que entrega.

Cuando se acerca el final lo ves venir como el rocío de la mañana, sabés exactamente lo que va a pasar ¿podríamos acusar a Radusky de predecible o de realista? No lo sé.  Lo cierto es que tanto en la ficción como en la vida real, los amigos del poder son siempre los que terminan ganando.

Lo mejor: su tono documental, la idea, y la miseria vista con una mirada amplia Lo peor: se pone lugar común, y bastante discursiva al final  Lo más falsete: algunas situaciones creadas solo para ponerle picante al relato El mensaje manifiesto: el sistema está muerto por dentro El mensaje latente: hay muchos zombies dentro del sistema La escena: cuando aparece el negocio paralelo  El personaje entrañable: las ganas de romper el statu quo El personaje emputante: los políticos  El agradecimiento: por el humor.

CINE ARGENTINO: El lado oscuro del corazón

El Lado Oscuro de la Nostalgia

 Por: Eva Sofía Sánchez

A Eliseo Subiela

Era el final de un día caluroso en Santa Cruz de la Sierra. Las seis o seis y media de la tarde. Los bajos edificios del centro de la ciudad estaban bañados con luz naranja y perezosa. Sobre las losetas circulaban los micros, los autos Ladas y Ponys, las camionetas Datsun. Eran esos años.

La vi de espaldas. Cabellos rojos, largos y lacios. Piernas cortas, jean desgastado. Decidí rodear la manzana con un trote y encontrarla en la esquina siguiente. Así lo hice. Corrí con mi mochila en hombros. Trancos largos, brazos presurosos, melena al aire. Al llegar me posé sobre un auto. Piernas y brazos cruzados. Tan casual como si hubiese estado allí durante horas. Tal vez encendí un cigarrillo.

– Hola – me dijo.

Pecas, piel blanca, ojos verdes, mejillas diminutas.

– Hey – le respondí – ¿qué hacés?

– Voy al cine, ¿vamos?

– Vamos.

Atravesamos el Casco Viejo con paso lento. En esos años la ciudad aún se movía con somnolencia. Durante el recorrido cruzamos pocas palabras. Era lógico. No podía haber mucho en común entre una estudiante de segundo año de arquitectura y un colegial de segundo de secundaria. Debimos intercambiar opiniones acerca de Silvio Rodríguez, confesarnos el sueño de visitar la Cuba socialista, relatarnos nuestros pasajes favoritos del diario del Che en Bolivia, recordarnos que el fin de semana habría algún festival de trova en la ciudad. Le dije que El Amor Después Del Amor me parecía el mejor disco de Fito Páez. A ella La Verónika le arrancaba lágrimas. Sí, eran esos años.

Caminamos hasta el cine City Hall.

– ¿Qué vamos a ver? – debí preguntar en algún momento.

El Lado Oscuro Del Corazón – me respondió.

– Ah, como el disco de Pink Floyd.

La película duró dos horas. La miramos mientras compartíamos una bolsa con papitas fritas. En la primera toma aparecen un hombre y una mujer. Están tirados sobre una cama de plaza y media. Acaban de hacer el amor. Sus ropas interiores y sábanas son blancas. El cuarto está en penumbras. Hay una pequeña ventana con cortinas transparentes. Está nublado en Buenos Aires. El hombre habla:

Me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias y como pasas de higos. Un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportar una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias. Pero eso sí, y en esto soy irreductible. No les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar pierden el tiempo conmigo.

Luego se inclina hacia la mesa de noche y aprieta un botón. El lado derecho de la cama se abre. La mujer que estaba a su lado cae al vacío. Él acerca su rostro al hoyo, mira en sus profundidades. Suena un melancólico saxofón.

El Lado Oscuro Del Corazón es la historia de un poeta bonaerense que busca una mujer. Quiere alguien que lo haga volar. Esa mujer existe. Vive en Montevideo y es prostituta. Se conocen, se enamoran. Finalmente vuelan. Durante su búsqueda, el poeta mantiene conversaciones (a veces profundas, otras cómicas) con la muerte, vende poemas a cambio de choripanes, sale de juerga con su amigo artista, habla con su madre convertida en vaca (tal vez otro guiño a Pink Floyd), vende alguna que otra idea a agencias publicitarias. Todo lo hace mientras recita poemas de Benedetti y Gelman, viste un saco largo y negro y jamás sonríe. Jamás.

Tras la película me dirigí a casa. Durante la noche tuve dificultades para conciliar el sueño. No pensaba en mi amiga, en la oportunidad desperdiciada, en sus sonrisas, en el aroma de su cuello. Mis pensamientos vagaban por la gris Buenos Aires, los cabellos ondulados de la muerte alta y absurda, los cuerpos sobrevolando el Río de la Plata, las manos tristes de Benedetti, poemas latinoamericanos recitados en alemán, una boca mordiendo una cereza, los pechos de la prostituta. Esa tarde dentro de la sala hubo un descubrimiento. La certeza de haber presenciado una obra de arte. Así era en esos años.

No volví a ver a mi amiga. Años más tarde me enteré que vivía en el exterior y era bailarina o algo parecido. Mario Benedetti lleva siete años muerto. Yo aún cargo una mochila, pero ya no sueño con visitar la Cuba socialista. Eliseo Subiela, el director de El Lado Oscuro del Corazón acaba de fallecer esta navidad. Tenía 71 años.

Su película no envejeció con dignidad. En nuestros tiempos la imagen del poeta trasnochado que conquista amores con un puñado de palabras resuena patética. El hombre que desecha mujeres porque no le hacen volar puede tacharse de misógino. La Buenos Aires romántica de Subiela ya se quitó el velo: no es una ciudad de artistas, es un pueblo de tragedias. La prostituta que lee a Sartre constituye una baja glamorización de la trata de blancas.

El surrealismo romántico es ridículo.

Hay nostalgias a las que no hay que retornar. Son peligrosas. Nos pueden llevar a pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Son una trampa. Ahora mismo, mientras termino de escribir este artículo, escucho a Fito Páez. Aún pienso que, lamentablemente, El Amor Después Del Amor fue su mejor disco.

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