Hay que escuchar a Rosalía. Para creer otra vez en el pop, para recordar que el arte se trata de originalidad y vanguardia, para reivindicar al álbum como objeto de valor. Hay que escucharla porque es producto de nuestros tiempos, porque es sonido de 2018, porque es honesto. Hay que escucharla porque ayer una chica de 20 años, tras limpiarse las lágrimas de su rostro, me dijo: El Mal Querer cambió mi vida.
No es que me encante. Para nada. No es mi estilo, no es rock. Pienso que su voz es sorprendente y que tiene una producción impecable. Pienso que encontró una fórmula y le sacó provecho. Pienso, también, que esa fórmula no es nueva; y que el mensaje lo es aún menos. Sí, lo sé…este hilo de ideas me conduce hacia el odioso ‘todo ya se ha hecho’; hacia el ‘bajo el sol no hay nada nuevo’. Pero es que sí lo hay… y no es poca cosa.
Hay que escuchar El Mal Querer, de Rosalía. Hay que darle play a MalaMente y descubrir el inicio de la historia. Hay que ver los videos. Verla bailar, cantar, actuar. Verla conquistar a los Estados Unidos de América. Hay que visitar su canal de Youtube y verla interactuar con sus seguidores; escucharla hablar durante más de una hora acerca del proceso de producción y creación del álbum; acerca del concepto detrás de él. Hay que maravillarse con sus cejas rojas. Hay que saber/entender que Rosalía es una mujer de 25 años, nacida en Barcelona, criada en la zona de los polígonos industriales (entre autopistas, estacionamientos, almacenes, camiones), que inició su carrera a los 15 años, que grabó su primer disco –Los Ángeles– en 2017, que su obra actual es el proyecto final para completar el Título Superior de Flamenco en la Escuela de Música de Cataluña, que ya ganó 2 Grammys, que hace poco lanzó su línea de ropa… Algunas personas, en verdad, tocaron a Midas.
Más allá de los premios y las lisonjas (siempre dudosas), hay que escuchar a Rosalía; porque ella representa el ahora. La fusión de estilos y géneros; el uso de la tecnología en favor del talento; la idea fugaz hecha realidad con maestría e ingenio. El Mal Querer no es solo un compendio musical; es una mirada hacia el esqueleto mental de nuestros tiempos, hacia este mejunje contemporáneo tan difícil de explicar.
Sí; hay que escucharla y entenderla; por el bien del arte; por la reivindicación de la originalidad; por la juventud actual…por la veinteañera que ayer lloró, a solas y tirada de espaldas sobre el sofá de la sala, mientras cantaba Voy a tatuarme en la piel tu inicial, porque es la mía. Pa’ acordarme para siempre de lo que me hiciste un día.
Radio Gaga a todo volumen sobre el puente de Urubó
Por: Eva Sofía Sánchez
Tenía 17 años cuando compré ‘A Night At The Opera’. Estaba en Alemania y una de mis actividades favoritas era visitar las incontables tiendas de música de la ciudad (cualquiera que haya sido la ciudad en la que me encontraba: Colonia, Hamburgo, Stuttgart, Berlín…). Eran las épocas en las que el Cd aún reinaba; en las que las cajitas plásticas con libritos llenos de fotos deslumbraban nuestros ojos; las épocas en las que las colecciones de álbumes se exhibían en las salas de las casas.
Los alemanes (…siempre, los alemanes…) te ofrecían audífonos y te permitían escuchar los discos antes de comprarlos. Te los colocabas y evaluabas. Te daban la oportunidad de elegir y descartar. Así conocí a Phish, King Crimson, Prince, al Genesis progresivo y a un largo etcétera de bandas y músicos que hasta ahora forman parte de mi playlist vital.
Yo a ellos; a ‘los alemanes’; a mis compañeros germanos; les hice escuchar ‘Fabulosos Calavera’, el mítico álbum cuasi progresivo de los Fabulosos Cadillacs. Por supuesto, les encantó. No podía ser de otra manera. Fue durante una fiesta, cerca de la madrugada, en una casa abandonada, dentro de un sótano con muros de madera. Tanto les gustó la música que, al despertar a la mañana siguiente y con la resaca aún viva dentro de mi cabeza, me encontré con una muy desagradable sorpresa: mi disco había desaparecido. Pregunté, consulté, escuché todas las respuestas. ‘Oh, yo no sé’, ‘Oh, pero qué pena’, ‘Oh, pero, ¿estás seguro, José Andrés?’, me decían los muchachos, los alemanes (siempre…, los alemanes) con su típica cara de sorpresa germana. Cómo no adorarlos, cómo no quererlos; a ellos, a mis compañeros de Alemania. No recuerdo ninguno de sus nombres. Ni siquiera los rostros. Espero que quien haya tomado el disco para sí mismo aún lo escuche; y espero que lo recomiende; y espero que recuerde al muchacho pelilargo y latino que lo puso a todo volumen en la radio…aquella noche…durante esa fiesta…dentro de un sótano con paredes de madera. Espero…
Sí, compré ‘A Night at The Opera’ durante el invierno alemán del año 1998; pero ya conocía Queen. ¿Cómo no conocerlos? Ellos eran parte del mundo que te rodeaba desde la niñez. Llegaban a tu vida ‘de prepo’, sin explicaciones necesarias. Como los árboles, los cielos celestes, las tardes de lluvia, las copas de los árboles. Eran ellos, eran Queen; algo que debías conocer. Los zapateos y aplausos en los estadios, durante los clásicos de fútbol; las guitarreadas con amigos, ‘We Are The Champions’ a toda voz y en un inglés inentendible; las escenas del concierto de Wembley, transmitido cada sábado por la mañana en Canal 11, Red Universitaria; la enigmática historia del cantante fallecido a causa del Sida y su voz, esa maravillosa voz; ‘Wayne’s World’ y la escena en el auto, la melena rubia de Garth al ritmo del headbanging. ¿Qué más podría añadir? Queen era Queen y allí estaban: en el poster, en la radio, en la memoria colectiva, en la historia oficial. Tal vez por eso, mi ‘yo adolescente’ (y no solo el mío, también el de muchos que conozco) los daba por sentado. Muy bien lo sabemos ahora que nos acercamos a las cuatro décadas: a los jóvenes les desagradan las nostalgias. Ellos están para el presente. ¿O me equivoco, acaso?
Sí, compré el Cd de ‘A Night At The Opera’ ese frío invierno en Alemania y al llegar a casa (o mejor dicho: a la casa de los alemanes que me alojaban; una pequeña y coqueta construcción europea; acogedora y delicada; puesta sobre una colina cubierta con nieve y dentro de un barrio impecable y suburbano), lo introduje en el aparato reproductor, me coloqué los audífonos y apreté play.
Y escuché…
Es innecesario explicar más. No hace falta. Sería un ejercicio inútil. Mi consejo: buscá el disco en Deezer o Spotify; escuchalo completo y sacá tu propia conclusión. Lo que tengo muy claro es que desde esa noche, desde aquella sesión musical dentro de una habitación en una casa cualquiera de la fría nación alemana, mi amor y admiración por la obra de Queen ha sido inagotable.
(Ahora mismo y mientras escribo esto suena en mis audífonos ‘I’m in love with my car’)
Un par de días atrás una amiga escribió en facebook que lo más lindo de ‘Bohemian Rhapsody – la película’ (lo único lindo, en realidad, según ella) era que salías de la sala con ganas de escuchar más. Es verdad. Eso hice yo. Llegué a casa, encendí la compu, me coloqué los audífonos, abri Youtube, escribí ‘Queen’ en el buscador y me tiré de lleno dentro de la piscina virtual. Una cosa lleva a otra, eso es inevitable… y así fue. Una canción y luego otra y otra y después una entrevista y un corto reportaje y click aquí y click allá y al cabo de una hora miraba videos documentales acerca de la epidemia del VIH/SIDA en los ochentas, testimonios de sobrevivientes, historias de vida, investigaciones científicas, rostros de terror, cuerpos casi desintegrados, la muerte de una generación.
Hace un año (poco más, poco menos), yo enfermé. No tuvo nada que ver con el VIH, pero sí que me asusté. Para recuperarme y sanarme me sometí a un tratamiento intenso. Los medicamentos que los doctores me recetaron eran gratuitos (al menos, en ese entonces aún lo eran…, ahora no lo sé). Para recogerlos, para que me los entreguen, yo debía dirigirme a centros de salud especializados. Lugares a los que nadie quiere ir, en realidad. Durante estas visitas logré ver de cerca las instalaciones y los consultorios en los que atienden, tratan y medican a las personas que viven con VIH/Sida en la ciudad. Esperaba encontrarme con lugares lúgubres, incluso casi abandonados. No fue así. Todo parecía estar bien y en su lugar… excepto el semblante de los pacientes. Vi rostros de hombres y mujeres, de todo color, de todo tipo, de toda edad. Rostros, solo rostros. Ninguno igual que otro; todos prefiriendo no estar allí. Escuché el silencio en la sala. Percibí la presencia de algo que yo aún no puedo comprender. ¿Temor, resignación, vergüenza, fe? No lo sé.
Me importa muy poco la película de Queen y lo que en ella suceda. Las falsedades, las distorsiones de la realidad, las omisiones, las verdades. Que ellos hagan la película que quieran, yo tengo la mía. Mi historia personal con Queen. Por eso, prefiero quedarme con la siguiente imagen: Una noche de sábado en Santa Cruz de la Sierra. 2007 o 2008, alguno de esos años. Son las 3, casi las 4 de la madrugada. Estamos todos dentro del auto. Yo conduzco, me aferro al volante. Acelero. Tenemos los vidrios abiertos, el viento golpea nuestros rostros, eleva nuestros cabellos, los hace volar. Avanzamos sobre el puente, a toda velocidad, a punto de ingresar a Urubó. Dejamos atrás la ciudad; sus avenidas y sus luces; sus bares y rockolas; su música electrónica. Somos cuatro o cinco o tal vez más. Somos hombres y mujeres. En éxtasis e intoxicados. Deliciosamente extraviados. Somos estrellas de rock, leyendas… somos inmortales. En los parlantes, a todo volumen suena su majestad. Cantamos. Aplaudimos y gritamos… Respiramos
– Viejo, tengo el disco – me dice Roberto por teléfono – Venite, estoy con Max.
Para allá voy. Tengo 19 años. Tomo un taxi y entro a la casa. Ingreso a la habitación. Sostengo el álbum en mis manos. Observo la portada. ¿Es eso una montaña? Coloco el disco en el equipo de música. Aprieto play. Escucho. Durante una hora, sólo escucho. Teclados vibrantes, instrumentos de viento, ritmos electrónicos, guitarras acústicas, orquestas inquietantes y la zozobra vocal de Thom Yorke. Elevo el volumen. Muevo la cabeza al ritmo de la electrónica. Cierro los ojos. Por momentos, sonrío. Escalofríos. Tras el acorde final, nos miramos y opinamos: ‘Es como ‘Instituciones’, dice Roberto. ‘Hicieron lo que les dio la gana’, dice Max. ‘Son los Pink Floyd de nuestra generación’, exagero yo.
Luego, silencio en la habitación.
Jonny Greenwood tenía 29 años cuando Kid A salió a la venta.
Durante su niñez en Oxford (Inglaterra) disfrutó de los conciertos de Mozart y también de algunas canciones de Simon y Garfunkel. Las escuchaba en el automóvil de su padre, mientras lo llevaban al colegio. El primer instrumento que aprendió a tocar fue la flauta. Si no había música disponible, su oído buscaba ruidos de motores. Autos, motocicletas, camiones, aviones que cruzaban los cielos. Intentaba construir melodías con esos sonidos metálicos.
Participó en varias orquestas de adolescentes. Tocaba la viola. Inició estudios de música del más alto nivel en la universidad y estaba a punto de inscribirse a un nuevo año de colegiatura cuando, de improviso, su plan de vida cambió.
La banda de rock en la que tocaba la guitarra había conseguido un contrato multinacional.
Se llamaban (se llaman) Radiohead. Esto sucedió en 1991.
Un año más tarde ya ofrecían conciertos en el resto de Europa y Estados Unidos. Cada disco nuevo era una sensación. Jonny, el muchacho que estaba destinado a las orquestas, se había convertido en una estrella de rock… hasta que llegó Kid A, el disco que cambió todo.
Tras el éxito del anterior álbum la banda decidió cambiar. Era el año 2000. Jonny pisaba los 30. Ya no querían más rock. Ya no más canciones condescendientes. Ya no más caminos seguros. Decidieron caminar por las cornisas. Jonny, entonces, puso en práctica sus aprendizajes musicales. Escribió arreglos de cuerdas y vientos para las canciones del nuevo disco. Algunas de sus composiciones fueron tan potentes que elevaron los temas hasta alturas improbables (escuchar ‘How to dissappear completely’, por favor).
Desde ese año en adelante Radiohead fue otra banda y el pequeño Jonny… otro músico.
Experimentó con bandas sonoras. En 2003 fue nombrado compositor residente para la Orquesta de la BBC. En 2007 compuso la música para el filme ‘There Will Be Blood’, de P.T. Anderson (escribir en Youtube ‘Oil Rig Explosion Scene’ para ser testigos de la potencia de su trabajo, por favor).
Escribió más música para filmes (‘Norwegian Wood’, ‘We need to talk about Kevin’, ‘The Master’, entre otras) y en 2014 tuvo el privilegio de interpretar una selección de sus composiciones junto a la London Contemporary Orquestra.
A principios de 2018 Jonny Greenwood fue nominado a un Globo de Oro por la banda sonora del nuevo filme de P.T. Anderson, Phantom Thread.
Nada mal para el guitarrista de una banda de rock, ¿no?
Recibo un mensaje en mi casilla de correo. Me informa que Radiohead viene para Sudamérica. De inmediato pienso en Jonny, en su larga y delgada presencia sobre el escenario, sus cabellos indescriptibles, su rostro esquelético, su energía eléctrica. Le escribo un mensaje de texto a Roberto.
En la portada de Double Fantasy, John y Yoko unen sus labios y cierran los ojos. El esbozo de una sonrisa se hace visible en sus rostros. La mano de John toma con delicadeza la nuca de Yoko. Ella exhibe unos sencillos aros de plata y un collar con un pequeño corazón. Él usa el cabello un tanto largo, tal y como lo tenía en las primeras épocas de Los Beatles. Ambos visten ropa oscura. La imagen está registrada en blanco y negro. Es 1980.
Si una fotografía retratase al amor, podría ser esta.
Para Lennon (ex Beatle, estrella de rock desde los 22 años, activista por la paz, ‘enfant terrible’ de los escenarios, provocador profesional), la década de los 70 se dividió en dos etapas. La primera transcurrió hasta 1975 y estuvo colmada de música, escándalos y excesos. Lanzó su primer disco solista, inspirado en la terapia del grito primal. Compuso ‘Imagine’. Lideró campañas contra la guerra. Pero lo que definió esta época fue el ‘fin de semana perdido’. Durante dieciocho meses Ono y Lennon se separaron. Él se mudó a Los Ángeles con otra mujer. Grabó un disco junto a un Phil Spector paranoico y recluso. Produjo canciones para un David Bowie narcotizado. Registró otro álbum compuesto por clásicos del rock and roll. Formó un dúo alcohólico con Keith Moon, baterista de The Who. Fue expulsado de bares y hoteles.
Así fue hasta 1975, cuando Ono lo aceptó otra vez en el edificio Dakota. Inició entonces la etapa del ‘padre y panadero’. La pareja tuvo un hijo y le llamaron Sean. Yoko se encargó de los negocios de la familia. John se quedó en casa para criar al bebé. No concedió entrevistas. No produjo nueva música. Se mantuvo alejado de los escenarios. Durante esos años, alcanzó la paz que ansiaba encontrar desde sus 22, cuando se convirtió en un Beatle y algo dentro de él dejó de pertenecerle.
En 1980 la pareja lanzó Double Fantasy. El disco presentó algunas de las canciones más emblemáticas y sinceras del Lennon solista, como ‘Woman’, ‘Im losing you’, ‘Beautiful boy’ y ‘Watching the wheels’. Tal vez uno de los temas más representativos fue ‘(Just like) starting over’. En él cantó: ‘Nuestra vida; juntos. Es tan preciosa; juntos… Extendamos nuestras alas y volemos ’.
Fue un álbum que habló de la familia y el amor.
En una entrevista para la revista Playboy, realizada poco antes del lanzamiento del disco, un periodista le preguntó: ‘¿Cuál es el sueño de los ochenta, Jhon?’ Él respondió: ‘Tú produces tu propio sueño… No hay nada nuevo bajo el sol. Yo no te puedo despertar. Tú te puedes despertar. Yo no te puedo curar. Tú te puedes curar’.
Double Fantasy salió a la venta poco tiempo después de la entrevista. Tres semanas más tarde, a las once de la noche del 8 de diciembre de 1980, Lennon fue asesinado mientras ingresaba a su hogar. La historia del hombre que le quitó la vida y sus motivos dieron pie a especulaciones e historias macabras. Esa noche, el mundo sintió que parte del sueño de los ochenta se fue con él. Había encontrado la serenidad y el equilibrio; había aceptado la familia y el amor. Estaba en paz. Tal vez fue un buen momento para extender las alas y volar.
Mis amigos lo hacían al menos dos veces por año. Cargaban las mochilas, las carpas, los parlantes y la bandera. Siempre la bandera. Cogían el autobús y viajaban. Entre cerros y rocas, al lado del río. Veinte kilómetros antes de llegar al pueblo iniciaban la caminata. En la segunda caída de agua, se bañaban. Tomaban el sol sobre la arena mojada. Luego continuaban. A través de senderos angostos, bajo el día, entre las malezas. A veces, fumaban. Alcanzaban una cima y la rebasaban. En la tercera, la más alta, tiraban las mochilas sobre la grama. Admiraban el mundo verde allá abajo. Las cicatrices de la tierra, el atardecer naranja. Armaban las carpas. Clavaban la bandera en el piso y ella ondeada. Blanca y larga, ondeaba. Con dos negras palabras escritas a mano: Pink Floyd. Encendían los parlantes y escuchaban. Se tiraban de espaldas y cantaban.
Hace un par de meses Roger Waters lanzó un nuevo disco. Le tituló ‘¿Es esta la vida que en verdad deseamos?’. Una de las canciones se llama ‘Wait for her’ y es un tema despojado de grandilocuencia. Voces, piano y guitarras acústicas, nada más. El video presenta a una mujer que, frente a un espejo, enciende un cigarrillo. Está dentro de un cuarto de maquillaje. De su cartera extrae dos fotografías. Muestran rostros de niños. El piano marca una cadencia en escala de Sol. La voz de Roger dice: ‘con siete almohadones puestos, quédate en calma y espera’.
Las palabras pertenecen al poeta palestino Mahmoud Darwish. Las escribió para ‘Lecciones de Kamasutra’. Se trata de un poema que relata una sensual espera. Darwish nació en 1941. Cuando niño, su aldea desapareció tras un bombardeo. Vivió en Líbano, Israel, Rusia, Egipto, Francia y Túnez. Durante veinte años construyó su obra. Habló acerca del exilio, la tragedia palestina, las mitologías de Oriente y los fantasmas.
Hacia el final del video la mujer se coloca un vestido negro. Su hombro izquierdo muestra piel quemada. Se abriga con una mantilla y mira su reflejo. Roger canta: “Habla suave, así como una flauta lo haría con un violín”. Ella enciende otro cigarrillo y llora.
Hoy día mis amigos despertaron con las primeras luces de la madrugada. Se dirigieron a sus respectivos trabajos. Al mediodía almorzaron con sus familias. Miraron los ojos de sus esposas. En algún momento, tomaron a sus hijos en brazos. Tal vez los cobijaron en sus camas. Llegada la noche abrieron una botella de vino o bebieron algo de cerveza. Cada uno dentro de su hogar. Quizá fumaron. Salieron a sus balcones, patios, porches, calles. Se colocaron los audífonos y escucharon. Esperaron.
Esta nota salió publicada en el suplemento cultural Brújula (periódico El Deber) el sábado 14 de octubre.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo inició su apego a las cucharas. Muchas cosas se dicen en Seattle. Algunos insinúan una niñez tan paupérrima que los cubiertos familiares fueron los únicos juguetes que tuvo a disposición. También se ha escuchado cierta teoría acerca de un padre amante en exceso del whisky, una madre obesa y algunas actividades turbias dentro de la casa rodante donde vivían.
Todo es posible en las esquinas de la gris ciudad.
Cualquier dato ayuda a elevar el mito del hombre que hace música con cucharas. Cientos de ellas dentro de estuches plomizos, dispuestas en orden sobre cualquier acera húmeda del centro de la urbe. El cuerpo musculoso, un corte mohawk, los ojos ennegrecidos, pies descalzos, camiseta sin mangas y un pantalón de tela blanca que, a pesar del smog, parece recién salido de alguna tintorería.
Le llaman Artis. Se hace llamar Artis. Responde al nombre de Artis y todas las tardes, en cualquier punto de la ciudad, crea ritmos con instrumentos metalizados que, en manos de otros, servirían apenas para alimentar estómagos vacíos.
Nació en Alaska. Eso es algo que Artis no oculta. No es un secreto que fue marinero en el ejército norteamericano y trabajador postal. Tocó con Frank Zappa y ése tampoco es un dato menor. Además, escribe. En 1993 publicó un libro con poemas e historias cortas de su autoría. El título fue ‘Las aspiraciones y motivaciones de Artis desde el útero hacia el vacío’.
Supe de él gracias a un video de Soundgarden. También fue mi primer encuentro con ellos. Eran los inicios de la década de los noventa. El cable y MTV acababan de llegar a Santa Cruz. De pronto había algo para mirar en la televisión. El presentador habló de la banda y de su nuevo disco. Enlistó los grupos de la movida roquera de Seattle. Nirvana, Pearl Jam, Alice In Chains. Recuerdo que la música era algo muy serio en esos años. Anunció el video. Lo transmitieron. La primera imagen fue un par de pies descalzos. Frente a ellos, decenas de cucharas de diversos tamaños y unas manos que las golpeaban. Hubo ritmo y luego inició la música. Guitarras, baterías y una voz hechizante que decía: ‘Siente el ritmo con tus manos. Roba el ritmo mientras puedas. Hombre Cuchara’.
Todo fue muy raro e inolvidable.
Más allá de lo visto aquella tarde, no averigüé otras cosas acerca de Artis. No le seguí el rastro. Sin embargo (e irremediablemente) me convertí en simpatizante de Soundgarden. Compré el disco, titulado ‘Superunknown’, aprendí las letras, escuché las canciones con los parlantes a todo volumen dentro de la habitación. El recuerdo del hombre de mohawk, manos gigantes y cucharas impensables quedó pegado a la música de la banda.
Acerca de Artis, el cantante Chris Cornell dijo alguna vez: “La canción (Spoonman) habla de paradojas: ¿quién es Artis realmente y qué es lo que la gente percibe de él? Es un músico, pero cuando lo ven piensan que es vagabundo”.
En el video de Spoonman el rostro de Artis aparece en la última toma. Sonríe y alarga su lengua. Tiene una barba de una semana y los dientes amarillos. Es imposible colocarle una edad definitiva. Puede tener más de treinta, pero no menos de sesenta años. Durante los cuatro minutos anteriores sólo reveló su cuerpo en contorsiones inexplicables, mientras que detrás, muy detrás de las guitarras y baterías, golpeaba sus cucharas veloces.
Del suicidio de Chris Cornell se dirán muchas cosas. Se hablará de su música y de los peligros de las drogas de prescripción. Se especulará acerca de motivos ocultos. Saldrán a la luz indicios y sospechas. Muchos se sorprenderán al enterarse de que la noche de su ahorcamiento haya decidido interpretar en vivo una canción titulada ‘In my time of dying’. Nada de esto, por supuesto, aplacará la incertidumbre frente a un acto tan inexplicable. Por mi lado, cuando piense en Cornell vendrá a mi mente la imagen de Artis, de quien ahora sé también que fue actor en series televisivas, participó en el ya mítico programa ‘Late Night’ de David Letterman, lanzó un disco en 1995 llamado ‘Entertain the Entertainers’ y que, además de las cucharas, toca la flauta.
Ningún hombre es una isla… excepto que algunos sí lo son
Por: Eva Sofía Sánchez
‘Sueños de Trenes’, de Denis Johnson, parece una historia muy simple. De hecho, su lectura es sencilla. Transcurre y fluye. No obstante, tal como sucede con muchas grandes novelas, habla de cosas que jamás menciona. En apenas un centenar de páginas.
Una breve sinopsis resumiría la trama en lo siguiente: Un hombre (Robert Grainier) sufre una tragedia. Tras ella se convierte en hermitaño hasta el día de su muerte.
Sí, no es más que eso (en apariencia).
La novela habla acerca de la soledad y la enmarca en sueños y alucinaciones que el autor no se molesta en aclarar si son ciertos o falsos.
Grainier es un hombre sencillo. Un jornalero que pasa sus días en la construcción de las vías del tren a principios del siglo XX en el Oeste norteamericano. Mucho se ha escrito acerca de este tema. El progreso y la sangre que trae, el papel del hombre común en el desarrollo de una nación, la inhóspita y desgraciada vida de los miserables que sudan en el servicio del comercio.
Es un tema recurrente en la narrativa, por lo tanto la riqueza de un trabajo de este tipo deberá residir en la mano del autor.
La prosa de Johnson es poética. A la vez que no pierde el tiempo en detalles, logra no sólo reflejar el olfato de la vida en el Oeste y sus múltiples personajes (un indio alcohólico, una perra solitaria, una chica-lobo, un chino que podría ser brujo) sino que nos embulle en la historia, nos lleva de la mano, guiados por un lenguaje que, a primera vista parece austero, pero se eleva con imágenes literarias destacables.
Mientras caminaba de regreso a casa bajo la oscuridad creciente, Grainier tuvo la sensación de que se iba topando con el chino por todas partes. El chino en el camino. El chino en el bosque. El chino caminando con pasos suaves, con las manos colgándole de unos brazos que parecían sogas. El chino saliendo con movimientos danzarines del arroyo, como si fuera una araña.
Es una prosa sencilla, pero adecuada para la trama que se narra. No se trata sólo de la historia de un hombre, que de por sí es ya una empresa literaria épica, sino de la ambientación de un momento histórico. Son los años en los que el sueño industrializador se enfrentó al sueño del individuo, en los que las visiones de desarrollo sirvieron como excusa para utilizar la ‘mano de obra’ de pueblos y trabajadores. Esta es la historia de un alma que se vacía mientras a su alrededor la comunidad se llena de progreso.
Por lo tanto, el final de la vida de Greiner sucede en el olvido, como los rostros y apellidos de los héroes que construyen una nación.
Casi todo el mundo de la región conocía a Robert Grainier, pero al fallecer mientras dormía, en algún momento de noviembre de 1968, se quedó muerto en su cabaña durante el resto del otoño, y todo el invierno, y nadie lo echó en falta para nada. Un par de excursionistas hallaron su cadáver en la primavera. Al día siguiente los dos regresaron con un médico, que extendió el certificado de defunción y, turnándose con una pala que encontraron apoyada en la cabaña, los tres cavaron un hoyo en el jardín que es donde yace.
La soledad de Grainier me recuerda al poema de Jhon Donne y pienso que sí, ningún hombre es una isla, todos somos parte de un continente, aunque el anonimato y las tragedias nos lleven a revivir sucesos del pasado una y otra vez, dentro de una pequeña cabaña de madera, al lado de una perra maloliente mientras escuchamos los trenes sobre las rieles y los fantasmas nos visitan durante sueños.
Suelo prestar bastante atención en clases, pero ese día en particular no dejaba de mirar el vaivén de las palmeras en el patio de la universidad. La catedrática explicaba los fundamentos de la Teoría de Sistemas y la inter relación de sus componentes. Era una mujer alta y delgada, con una voz potente y movimientos extravagantes. Lanzaba algunas preguntas al aula, escribía sobre el pizarrón, los compañeros respondían, yo miraba las palmeras. Sobre mi pupitre tenía una hoja en la que había anotado algunas ideas de la clase. En mi mano izquierda estaba el bolígrafo. Delgado, celeste, masticado. No puedo decir que mi mente estaba en otro lado. Sencillamente no estaba. Cuando bajé la mirada para observar el papel vi lo que mi mano y el bolígrafo habían dibujado: un círculo oscuro y profundo, del tamaño de un ojo.
‘Creo que estoy deprimido’, pensé.
Aquella mañana, antes de salir de casa, terminé de leer ‘Libertad’, de Jonathan Franzen.
Mi primer acercamiento a este autor se produjo el año pasado al leer ‘Pureza’, su más reciente novela. En ella narra la historia de ‘Pip’ Tyler, una joven norteamericana altamente educada y proveniente de una familia disfuncional. La novela tiene de todo: enamoramientos no correspondidos, encuentros sexuales, dramas familiares, traiciones, secretos profundos, conflictos políticos, espionaje virtual e incluso un asesinato. Además, como bonus-track, una sección muy importante de la historia transcurre en Refugio Los Volcanes, el Hotel Cortez y la avenida Monseñor Rivero, acá mismo en Santa Cruz de la Sierra. Aparte de todo lo mencionado, descubrí en Franzen a un escritor con una prosa poderosa, seguro de sí mismo y con una gran capacidad para explorar las vidas y motivaciones psicológicas de sus personajes. Fueron alrededor de 600 páginas entretenidas, pero no mucho más.
Esa novela, sin embargo, no me preparó para el volcán de emociones que me trajo ‘Libertad’.
‘Libertad’ narra la historia de los Berglund, una familia tipo del Medio Oeste norteamericano. Liberales, blancos, educados y competitivos, Walter y Patty Berglund son la postal del sueño americano post 11 de septiembre. Tienen dos hijos, Jessica y Joey, una casa propia, él es un trabajador dedicado y vecino amable, ella un ama de casa pendiente de sus retoños. También es importante la figura de Richard Katz, el mejor amigo de Walter, un músico punk y misógino profesional. Hasta ahí todo bien, excepto que muy por debajo, en lo profundo de cada uno de estos seres, se cocinan emociones, recuerdos y frustraciones con las que todos nos podemos relacionar. Nos detalla el fracaso y la destrucción de una familia.
Franzen relata una historia, es cierto, pero el tema central del libro no se encuentra en lo que los Berglund hacen y dicen. Él es un tipo de novelista que usa a sus personajes y los coloca en diferentes conflictos para transmitir ‘sus ideas’. Allí está la fuerza de ‘Libertad’. Las ideas que Franzen nos pone sobre el tapete no son simples: la emancipación tiene un alto costo, solemos herir a quienes más nos aman, elegimos un camino pero siempre tendremos presente el otro no recorrido, añoraremos aquello que no podemos tener, la traición ocurre dentro de las familias y la única certeza es que todos nosotros, algún día y sin remedio, moriremos.
¿Qué debo relegar y a quienes debo destruir para alcanzar mi libertad? ¿Cuánto debo restringirme? ¿Existen los límites a la emancipación? ¿Deseo la libertad de elegir?
En las manos de un escritor ingenuo la transcripción de estas ideas sobre el papel sería un fracaso seguro. Franzen es una de las excepciones.
En el juego de las comparaciones entre esta novela y ‘Pureza’, la prosa de Franzen es mucho más potente en ‘Libertad’. El libro tiene pasajes literarios poéticos y sutiles.
Existe una tristeza peligrosa en los primeros sonidos del trabajo de una persona por la mañana; es como si la quietud experimentara dolor al verse interrumpida. El primer minuto de la jornada laboral recuerda todos los demás minutos de que se compone el día, y nunca es bueno pensar en los minutos como unidades individuales.
Sospecho que todos tenemos esa sensación al despertar cada mañana.
Tal vez la gran crítica a Franzen sea precisamente su prosa. La voz potente del autor se inmiscuye en los hechos y (como me lo mencionó una amiga mientras hablábamos de él) sentimos que Franzen no relata una historia, sino que nos la grita al oído. Es como si lo tuviéramos sobre nuestros hombros, diciéndonos constantemente: ‘esto es importante’. No es, ni por lejos, un autor incógnito. Él quiere hacernos saber que ‘esa’ es ‘su historia’ y que las ‘cosas’ que los personajes ‘dicen’ y ‘hacen’ las ‘hacen’ porque a Franzen le da la gana. En otras palabras, si lo que buscas es una novela delicada con un narrador casi invisible, este no es tu tipo.
Por este motivo es que el libro tiene algunos pasajes que son francamente aburridos y hasta discursivos. Por ejemplo: los pensamientos de Walter acerca de la pureza de la vida natural, las charlas y explicaciones sobre las fundaciones de conservación de la naturaleza, el ‘fracking’ y la explotación de minerales, las posiciones políticas de los personajes respecto a Bush y la invasión a Irak.
A pesar de estas observaciones ‘Libertad’ es una obra trascendental creada por un escritor con maestría y seguridad. Sólo basta recordar la inolvidable escena en la que Walter pierde los estribos en medio de una importante presentación o la corta pero significativa frase final del libro para rendirnos ante la maestría del oficio de este escritor. La minuciosidad de Franzen al dar vida a sus personajes, las situaciones dramáticas en los que los coloca, los pensamientos de cada uno de ellos tienen un motivo. Franzen quería escribir una historia emotiva que alcance a la mayor cantidad de público posible. Lo logró.
Todo esto estaba dentro del hoyo que dibujé en clases. Las ansiedades, el terror frente al futuro, las decepciones por los errores del pasado, las heridas que causamos para alcanzar todo lo que deseamos. Tantos arrepentimientos e incógnitas. Cuando la catedrática me sacó de mis pensamientos con una pregunta acerca de la Teoría de Sistemas tuve el impulso de responderle: ‘¿Cuál es el propósito?’ Elegí no hacerlo y sólo dije: ‘No sé la respuesta’.