Slawomir Mrozek es uno de los escritores de culto polacos. Arquitecto, estudiante de arte y filosofía, Mrozek es un prolífico autor de teatro y cuentos. Bebiendo directamente del teatro del absurdo, sus relatos están teñidos de ironía, y una aguda observación de la vida cotidiana. Hijo del sistema estalinista y de una sociedad conservadora, su voz se alza para burlarse de aquello que le es tan conocido.
La vida difícil es un compendio de 38 relatos en los que el autor se estrella contra toda ideología política o filosófica. Textos muy breves, simbólicos y contundentes son lo que podés encontrar en esta obra.
A continuación, presentamos dos relatos breves que sirven como muestra del tono que maneja el autor polaco. Si quieren leer el libro completo, dejamos el link AQUI.
DENUNCIA
Al Ilustrísimo Señor Jefe Superior de la Policía Secreta.
Con todos mis respetos deseo denunciar que mi vecino se está quedando ciego de un modo antiestatal.
En principio se está quedando ciego porque pierde la vista, pero yo ya sé lo que me digo, porque más de una vez he hablado con él en la escalera y en una ocasión me dijo algo que le delató.
Dijo: «No quiero ver más vuestras jetas.»
No podía estar refiriéndose más que a la mía y, con perdón, a la del Señor Jefe Superior. Porque, si no, ¿a qué otras podía estar refiriéndose? De modo que se está quedando ciego antiestatal y antisocialmente, porque la mía es social y la de usted, Señor Jefe Superior, estatal.
De manera que en cuanto empezó a quejarse de los ojos, me di cuenta de que, bajo el pretexto de la pérdida de la vista, se estaba fraguando una labor pérfida. Detrás de la cual están ciertos círculos y las fuerzas que ya se sabe.
Y una prueba más, Señor Jefe Superior, es que él ahora siempre está en casa y no hace más que sonreír. Yo mismo lo he visto por el ojo de la cerradura. Estaba sentado en un sillón y tenía en la falda un fajo de cartas viejas atadas con un lazo descolorido. Eran cartas de su mujer, de cuando era todavía su novia; ahora ya hace tiempo que está muerta. Sé de quién son las cartas porque las leí cuando se lo llevaron al hospital, al parecer por lo de los ojos, y me dejó la llave. Él acaricia estas cartas con una mano, porque ya no puede leer, y sonríe. ¿Y acaso hay motivo alguno para reír, Señor Jefe Superior? Ya se sabe los tiempos que corren. Está claro que sonríe de satisfacción, porque piensa que ha conseguido engañarnos haciendo ver que se está quedando ciego, por decirlo así, por casualidad, y cree que nosotros no sabemos nada. Pero nosotros, los del comité de la escalera, lo sabemos todo muy bien. Así que por esa sonrisa yo propondría imponerle un castigo adicional.
Y también por su deserción. Y por su postura individualista y anticolectiva. Porque todo el mundo querría quedarse ciego. Pero, entonces, ¿quién quedaría para ver lo que pasa?
LA REVOLUCIÓN
En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejo de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio —es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.