Por: Mónica Heinrich V.
Tengo noticias queridos lectores: a veces la pareja apesta. Ajá. La sociedad hecha y construida para dos, el “en las buenas y en las malas”, el mito de la media naranja, la pusilánime idea del “complemento”, y etcéteras convierten a alguna gente en seres muy desgraciados.
El cine ha jugado su papel en esto de ser crédulos y entregados a los brazos escuálidos del amor. ¿Quién no quedó con ideas “raras”, cuando Vivian (Julia Roberts) finalmente conquistaba a Edward (Richard Gere) en Pretty Woman? Quién no se “replanteó” muchas cosas cuando Rose (Kate Winslet) agarraba la manito de un casi congelado Jack (Leonardo Dicaprio) y todos sabíamos que se iría hasta el fondo…pero que mejor amar una vez, que nunca haber amado.
(suspiro y en mi cabeza canta Celine Dion)
El otro día vino la cereza de la torta. Fue un momento mágico, donde todo adquirió sentido, todo encajó, todo.
Lugar: Cine Palace. Película: Votos de amor. Protagonistas: Rachel McAdams y Chaning Tatum. Escena: Ambos paseando en auto con el viento golpeándoles las cara por las ventanillas. En una de esas Rachel pregunta: “Te lanzaste un pedo?” Chaning Tatum muerto de vergüenza asiente y dice: “Lo siento”. Rachel, lo mira rebosante de amor, sonríe…y cierra su ventana para oler el gas de su amado en una prueba del profundo sentimiento que inunda su alma.
…
No hay mucho que decir. El amor que pueda sentir por compañero de butaca acaba de quedar chiquito ante ese desprendimiento, ese saber querer.
Sobrevive el consuelo de esas otras películas que te hacen sentir bien, normal, cuerdo, con estabilidad emocional, y como si efectivamente nuestras “vidas amorosas” fueran como una película hollywoodense. Esas otras películas que nos dicen que el amor puede ser cruel, despiadado, salvaje y sanguinario. Esas otras películas que hablan del vacío, de cuando termina, de cuando no existe, de cuando se finge, esas que pueden usar de banda sonora el tema de Silvio en el que cantaba:
Dicen que cuando un silencio…aparecía entre dos…era que pasaba un ángel que les robaba la voz…
Esas.
Y una de esas es Like Crazy. Película muy pendeja que fue filmada íntegramente con la Canon D7 y que ganó el Gran Premio del Jurado en Sundance el año pasado. Like Crazy nos habla sobre el inicio de un amor en su forma más pura, inocente e intensa. En la época que los protagonistas son estudiantes universitarios.
Felicity Jones (tómenla en cuenta, dará que hablar) interpreta a Anna, una chica inglesa que se encuentra estudiando en Los Ángeles. Ahí a conoce a Jacob (Anton Yelchin) y después de unas cuantas idas y venidas, empiezan una relación.
En la pantalla solo ves la parejita más típica, común y poco interesante del mundo. La historia parece de una simpleza insultante. Vemos a ambos desarrollar su relación, profundizarla y ser todo eso que una pareja debe ser. Amén de la felicidad, Anna debe regresar a Inglaterra ya que su visa de estudiante está por expirar. En un acto irresponsable se queda en suelo americano para pasar más días con Jacob, luego (piensa) se encargarán de arreglar el “asuntito” de la VISA.
Pues resulta que no. Que allá los gringos son jodidos, que si la cagás con la VISA no te perdonan, que no entienden razones. Así que Anna no podrá regresar a USA.
Like Crazy pasa de la simpleza a la complicación, y los protagonistas nos narran en periodos de tiempo bastante largos, lo que sucede: Los intentos de seguir adelante (visitas de Jacob a Inglaterra), las soluciones alternativas. Vemos cómo intentan mantener esa conexión que los unió al principio. En medio de ese vaivén, están los sentimientos…lo mucho que se amaron, lo mucho que se aman, lo que piensan que es o debe ser un “para siempre”.
Sí. Hay, hubo y habrá amor, pero en ese trabajo que significa mantener una relación con otro ser humano, en esa paciencia agotadora que se tiene que usar para no perder esa conexión, la pareja es una unión de dos personas. Dos soledades que intentan desesperadamente acompañarse.
Conversando con un par de amigos a los que se la recomendé, comentaban que el gran gran mérito de esta peli es que es la historia de mucha gente. Que es fácil sentirse reflejado en esa lucha por alcanzar la quimera del “y vivieron felices”…
El joven director Drake Doramus (29 años) dirige y escribe el guión de esta historia sin irse por la pretensión exasperante, ni cayendo en los clichés hollywoodenses. Narra de forma modesta, sencilla, una historia de amor. Su nacimiento, sus problemas, y su futuro.
Aparece también esa gran actriz que es Jennifer Lawrence en un papel secundario pero que tiene mucho peso. Que significa y dice bastante.
90 minutos bastan para que Like Crazy haga lo suyo y te estruje verdades en la cara. Porque ya lo dije es de ESAS películas. Donde salen los créditos y sentís frío. Donde sentís frío y sin querer te dan ganas de llorar.
Otra de ESAS es Entre Nosotros,película alemana ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín del 2009.
Si en Like Crazy veíamos el nacimiento de un amor puro y juvenil. En este filme somos testigos de una relación un poco más adulta, pero que aún está tanteando el camino para descubrir hacia dónde va.
Chris y Gitty están juntos. Ambos tontean, cogen, y la pasan bien el uno con el otro. No es nada especial. Ni siquiera podría decirse que son “tiernos”. Cero. A ratos pensás: “¿qué le ve Gitty a ese hijo de pooh?” y a ratos pensás: “Gitty es medio pelotuda”.
Mientras que Chris es un tipo conservador, un poco cuadrado, que añora un éxito que su mediocre talento como arquitecto no le puede dar, Gitty es un espíritu más libre. Si tiene gana de botarse al mar, gritando y llorando al mismo tiempo, lo hace. Es más expresiva en el amor que siente por Chris, mientras que en Chris se sospecha un cierto desprecio hacia ella. Como que en el fondo, no la encuentra suficiente para él.
Cuando el filme arranca, ambos se encuentra vacacionando en Cerdeña/Italia. Las vacaciones siempre son sinónimo de pasarla bien, de divertirse, pero lo que nos presenta Maren Ade, la directora y escritora de Entre Nosotros, es lo opuesto.
Esto tiene que ver con la aparición de un gran amigo (rival) de toda la vida de Chris, y su pareja, con la que conforma un reflejo de todo aquello que Chris querría para sí mismo.
Ahí comienzan los problemas. Nacen de una comparación, de una aspiración, de una frustración. Ver a Chris y Gitty, personajes que muy bien podrían ser tus amigos, familiares, vecinos, pelearse por todo y por nada, reconciliarse de la manera más estúpida, decirse las cosas más hirientes, para que después de herirse se miren fingiendo exactamente el mismo amor que antes, verlos es incómodo.
Como incómodo es descubrir que hay situaciones que pueden exponerte con todas tus mezquindades y miserias. Gitty se shockea literalmente al ver a ese otro Chris que no conoce. Chris también conoce a otra Gitty.
La trama puede no ser tan intrincada, pero el conflicto es mucho más profundo de lo que parece, y está narrado por Made con un muy buen manejo de climas, donde la catástrofe se palpa en el aire.
A pesar de que adolece de una duración excesiva y de uno que otro momento gratuito, Alle Anderen, cuya traducción fiel sería Todos los demás, es un honesto trabajo que echa una desgarrada mirada a ese pequeño mundo privado que supone una relación de pareja. Donde lo dicho, se intenta ser uno, pero son dos y punto.
El final que a muchos hace ruido, me parece lo suficientemente ambiguo como para que resulte reflexivo y como para que algunas preguntas (incómodas, también) se alcen maquiavélicamente sin poder evitarlo.
Pero si este retrato del amor adulto, inseguro y poco maduro no es suficiente como pastilla de realidad, siempre quedan otras opciones. Revolutionary Road es de las más extremas.
Confieso que tengo este filme desde que se estrenó (2008) y por algún motivo hasta este año (2012) lo evadí eficazmente. La culpa la tiene Titanic y Celine Dion, que canta en mi cabeza cada vez que veo a Kate Winslet y a Leo DiCaprio juntos (la mano, el frío, el océano, la muerte…)
Una de esas tantas noches en que recurrí al hábito compulsivo de poner dvds en mi reproductor, finalmente la vi.
Ahora que quiero empezar a describirla, repentinamente me estanco y no puedo, porque es muy dura y lo duro siempre duele, y el dolor no se puede describir muy bien, pero ahí está.
La historia está basada en un libro homónimo de Richard Yates, el cual no leeré nunca. Porque no. Una parte de mí se perdió irremediablemente con el final de esta película, así que mejor no.
Yates viene de un hogar roto, sus padres se divorciaron cuando él tenía 3 años. Ya en adulto se casó dos veces y se divorció ambas. Revolutionary Road fue su primer novela y es de suponer que lo narrado en sus páginas no será un cuento de hadas.
Sam Mendes, a quien conocemos por dirigir películas como American Beauty, o la algo insípida Away We Go, tomó el reto de adaptar el relato a la pantalla gigante. Lo hace en el único tono que se puede hacer: frío, sin concesiones, y una crudeza que conmociona.
Frank (Leonardo DIcaprio) y April (Kate Winslet) son una pareja de treinteañeros. Cuando se conocen ella sueña con ser actriz, él quiere hacer cosas divertidas, aventurarse. Son jóvenes, tienen la vida por delante.
Los años pasan, se casan, tienen hijos. Son una familia.
La rutina que esto conlleva, los sueños postergados, la juventud perdida, las responsabilidades, hacen que el portarretrato familiar se convierta en un vacío en el que los protagonistas se ahogan.
April no es feliz. Frank no es feliz. Tienen estabilidad, y todo es en apariencia perfecto. Han cumplido los ciclos vitales. Las cosas están en el lugar que deben estar. Para la sociedad llevan una vida ejemplar. Pero NO son felices. La idílica y metafórica calle Revolución en la que viven, no es suficiente.
Y esa infelicidad trae decisiones drásticas, esperanzas desesperadas. April propone que se vayan a vivir a París. Allá, ella será la que trabaje, Frank buscará una vocación, y no se resignarán a ser lo que los demás esperan que sean, sino que tratarán de ser lo que ellos desean ser. Una revolución.
El plan no suena mal. Eso pensaba: Váyanse a Paris, dedíquense a la horticultura, a criar chanchos, o lo que sea, pero por misericordia, dejen de ser tan infelices.
Quizás el único pero que le pongo al filme sería el personaje de Michael Shannon como el loquito que dice verdades que nadie se atreve. El actor logra una buena interpretación pero el uso de esta muletilla explicativa y metafórica me emputaba a ratos.
Una serie de acontecimientos nos llevan tortuosamente al final. Uno de esos finales que se desean olvidar. Resetear en la memoria.
Es difícil asistir a la autopsia de una relación, al olor fétido que emana, a la putrefacción. Porque hay cosas que podés congelar o formolizar y deja de oler, pero cuando se alcanza un grado tan grande de descomposición, no queda nada más que taparte la nariz, mirar pa otro lado y aguantar las ganas de vomitar.
Pero ¿cómo se pueden aguantar las ganas de vomitar cuando se filman películas como Lunas de Hiel del gran Roman Polanski? Filmada en 1992, solo se puede vivir como una admonición.
Este, quizás, sea uno de los trabajos más infravalorados de Polanski. Asumo que el problema es que casi al final se torna algo irregular, aunque eso no le quite una primera parte tan asqueante como hipnótica.
Nigel (Hugh Grant) y Fiona (Kristin Scott-Thomas) están celebrando su aniversario y para ello toman un crucero. Son un matrimonio estable, tranquilo, normal. En el barco se topan con una extraña pareja conformada por la sexy y enigmática Mimi (Emanuelle Seigner) y Oscar (Peter Coyote).
Oscar conoció a Mimi en un restaurant, ella era mesera. A pesar de la enorme diferencia de edad, condición social, cultural, etc…iniciaron un apasionado y tórrido romance.
Al principio se encuentran en esa fase en la que si tu pareja se rasca la nariz lo encontrás lo más erótico del mundo. Ambos son perfectos, hermosos y superinteligentes ante los ojos del otro.
Pero eso no puede durar para siempre. Las cosas suceden muy rápido. Se mudan a vivir juntos, la rutina y el estar pegados todo el día hacen lo suyo. Sin darse cuenta, se establece una relación de codependencia poco saludable.
De pronto, ese incendio que antes los consumía comienza a apagarse. El deseo se desvanece, las ganas locas de estar uno con el otro menguan. Las señales de que la relación es inviable, de que se trata de la crónica de un fracaso anunciado son demasiado visibles.
Como el ser humano es muy pelotudo y terco, ambos intentan frenar el curso irreductible de los acontecimientos y tratan de reavivar la pasión con cuanto juego sexual se les pase por la mente.
Escenas grandiosas donde Polanski da rienda suelta a todos sus fetiches se suceden en pantalla. Ni siquiera el hecho de que la actriz protagónica sea su esposa en la vida real, hizo que Polanski pusiera reparos en toda la carga sexual del filme.
Oscar y Mimí que antes cogían para enaltecer su amor y dejar constancia de él, ahora usan el sexo como balsa ante un naufragio. Cogen por compromiso y degradan el acto íntimo hasta límites inauditos.
Cuando pensás que la situación ya es insostenible, nos adentramos más en esa letrina hedionda que significa una relación fallida. Aquí están todos muertos, no hay ningún herido. Y cómo apesta.
Te tapás la nariz, mirás pa otro lago e intentás aguantar las ganas de vomitar. Pero no se puede. Polanski te escupe, te pisa y te estruja con este relato autodestructivo y amargo.
Una vocecita interior, muy ñoña, te dice que “yo nunca llegaría a eso”, pero sabés que hay quenes llegan a eso y más.
Vangelis es el encargado de matizar los ambientes. Los sórdidos y terribles ambientes. Oscar, le narra a Nigel su historia, la historia de un amor trágico, de una relación enfermiza que no se pudo encausar. Nigel que parece tan correcto, se deja envolver morbosamente por el relato.
El final moralizante y algo flojo, es esperado desde la mitad. No se puede hablar del amor como Polanski lo hace, sin llegar a ESE final.
Porque Lunas de Hiel es como ESAS películas que ya mencionamos, esas que hacen ver a Silvio como un pussy, esas que joden, sacuden, y no hablan de pedos olidos en nombre del amor.Esas que simplemente hablan de lo terrible que es el amor, y de lo más terrible aún que es el vacío que deja a su paso.