Ganadora del Premio Rómulo Gallegos 2003, esta obra se caracteriza por ser como un vómito, un escupitajo de su autor. A Vallejo se lo conoce por su gran gran libro La Virgen de los Sicarios, que incluso fue llevada al cine. Su estilo es irreverente, oscuro, soez, uno se imagina a Vallejo como alguien muy amargado, solitario, desconectado del resto. Generalmente, las obras de este escritor colombiano tienen un toque autobiográfico, y en El Desbarrancadero nos cuenta la experiencia que significó la muerte de su hermano Darío, aquejado de SIDA.
Ahí conoceremos a La loca (como llama despectivamente a su madre), el autor reflexionará de manera virulenta acerca del sinsentido de la vida, acerca de la gran mentira que es la iglesia, Dios y esgrimirá con rencor insultos contra el Papa Juan Pablo II. Nos contará cómo inició a su hermano en el mundo homosexual (él también es gay) y su gusto (de ambos) por los muchachos jóvenes. Pero detrás de esta ira contra todo y contra todos, veremos la agonía de dos hermanos. De Darío, al que se le escapa la vida irrevocablemente gracias a esa terrible enfermedad y de Vallejo, que impotente intenta de maneras descabelladas hacer más llevaderos los últimos momentos de su hermano.
En un párrafo, Vallejo escribirá:
…cuando me llamó Carlos por teléfono a México a informarme que le acababan de apurar la muerte a Darío porque se estaba asfixiando, porque ya no aguantaba más y rogaba que lo mataran. Y en ese instante, con el teléfono en la mano, me mori. Colombia es un país afortunado. Tiene un escritor único. Uno que escribe muerto.
Fuerte no? El libro es eso, un homenaje a Darío, a un hermano. Se siente más como una catarsis del autor que embargado por el dolor recorre su memoria, reviviendo a ese que muere de SIDA. Y de paso, salda viejas deudas reconstruyendo en el papel su vida familiar, su relación con Colombia, su ausencia de nexos con eso que alguna vez fue su lugar de origen. Lo que te deja El Desbarrancadero es como su nombre, que suena a muerte, una muerte con la que Vallejo convive y a la que le habla.
Escrita con ese estilo corrosivo que le ha valido al escritor colombiano seguidores y detractores, a ratos se torna repetitivo, y de tanto repetirse puede sonar a algo similiar a una catarrera, pero no. Las palabras elegidas son las justas para el relato. Terminada la lectura sólo podés pensar que Darío y Fernando están muertos.