Por: Mónica Heinrich V.
Si nos hablan de masacres indígenas o desaparecidos bajo órdenes militares, todos los países latinoamericanos tenemos una memoria histórica común. Cambian los nombres de personas, de ciudades, de milicos, pero no cambia el resultado. Cuando vemos La Llorona de Jayro Bustamante, gracias a esa memoria se teje un hilo invisible entre nosotros, los espectadores, y la historia desplegada en pantalla. Y, claro, entendemos perfectamente a esos guatemaltecos que hoy celebran su pre-selección a los Oscar 2021 con el hashtag #síhubogenocidio. Porque el cine también sirve para denunciar o para que el mundo pueda conocer historias que se han intentado esconder o acallar.
La Llorona, desde el terror no del género sino del abuso y de los crímenes que quedaron en la impunidad, arranca con la familia del general Enrique Monteverde (Julio Díaz) rezando a toda máquina. El rezo es previo a una audiencia en la que el general está siendo juzgado como parte activa y responsable del genocidio maya ocurrido entre 1980 a 1983, cuya cifra de muertos y desaparecidos aún no se consigue esclarecer. Esos rezos susurrados en fondo negro por una familia con tantas cuentas que rendir y con tantos trapos sucios, son un gran prefacio a lo que vendrá después.
Por un lado, tenemos al general Monteverde, un hombrecito mayor, aquejado de dolencias varias, que luce inofensivo y disminuido, pero que aún continúa con la soberbia propia del culpable que nunca admitirá su culpa, por otro lado está su agobiada familia que en parte sabe que el viejo es culpable porque lo conocen, aunque prefiere hacerse la desentendida y por último, están los que esperan justicia: los vivos y los muertos. Las víctimas.
El guion escrito por el mismo director Jayro Bustamante y por su colaborador Lisandro Sánchez, mezcla una leyenda costumbrista (La llorona que ahogaba a sus dos hijos y después vagaba por el mundo buscándolos y penando) con los trucos comunes del cine comercial: formas de generar suspenso del cine hollywoodense, juegos con los sonidos, coreografiadas escenas, cabellos largos usados como elemento de terror, y los sustos clásicos del género. Esta mezcla arriesgada funciona, porque tenés un contenido jodido envuelto en el artificio banal que lo hace más digerible para un público reacio a lecciones de historia.
El personaje de Alma (María Mercedes Coroy) sobre todo, sirve como catalizador para ese pasado turbio que nunca se irá, que siempre estará manchando las paredes de la casa o llenando de sapos el jardín familiar.
Bustamante comentó en una entrevista que quería que su mensaje fuera masivo y para lograr eso decidió adaptar su guion a un género que le lleve más público a la sala. Yo no le veo nada de malo a esa decisión. El resultado es un híbrido interesante y poderoso, pero que por aferrarse a su necesidad de cumplirle a la gente que pagó su entrada para ver algo de “terror” o por las obvias referencias a los ganchos del género, a veces termina perdiendo esa gasolina incendiaria con la que quería prenderle fuego a todo.
A eso se le suman demasiadas explicaciones extra-escena (voces en off de televisión o periodistas contando pedazos de contexto histórico). Desde una postura muy personal, siempre encuentro ese recurso un arma facilista para decirle al público algo que no supiste cómo presentarle de otra manera. Además, siento que esas explicaciones no son tan necesarias porque una vez captás de qué va el tema cualquier otro colgandijo puede resultar excesivo.
Si hablamos de las actuaciones no son del todo equilibradas, María Mercedes Coroy está perfecta. Traspasa la pantalla con sus ojos vacíos, sin ninguna otra muleta actoral que su presencia, pero luego aparecen otros personajes que apenas zafan con sus textos. Textos que a veces suenan demasiado acartonados y que dichos por actores robóticos, hacen que suene más cliché aún.
La Llorona, sin embargo, tiene un rabia interna tan fuerte que al final terminás pasando por alto ese desnivel actoral y te deleitas con la puesta, con el trabajo hecho escena tras escena, con la pericia de Nicolas Wong y las decisiones para partir de primeros planos de caras que se van abriendo hasta mostrar más caras, más contexto, como una forma de dejar claro que lo particular siempre es universal de alguna manera. La escena del testimonio de la señora en el juicio es fantástica, por ejemplo. El rostro cubierto, la fuerza del relato, los acusados, las otras víctimas presentes.
Esta es una película que me hubiera encantado ver en cine. Hace un año que no voy al cine, en medio de tanto dolor y pérdidas parece una tristeza menor, y claro que lo es, pero el encierro de estos jailones que fueron parte de uno de los periodos históricos más oscuros de su país, rodeados por los clamores de justicia en su casota, en pantalla gigante y con sonido envolvente debe ser lo máximo.
Quizás haga un poco de ruido que el personaje indígena sea usado desde una mirada terrorífica o espectral, pero puede servir como una metáfora a esa otredad vista por los no indígenas siempre con desconfianza y rechazo. Al igual que muchas películas que intentan mostrar una cosmovisión o ponerse de parte del lado de una comunidad, por muy buenas que sean sus intenciones a veces terminan exhibiendo una visión que al final se antoja algo turista.
Para mí, además, el final desinfló un poco la propuesta, fue como muy abrupto y sin desarrollo, sentí que necesitaba más tiempo para cocinarse, para terminar de dorar esa carne puesta en el asador que ya estaba casi en su punto. Fue como ¿en serio vamos a ir por ahí? porque los mejores momentos de la película están en esas escenas que le dan identidad propia y no en los elementos genéricos.
Lo que sí puedo decir es que el trabajo de Bustamante quedará habitando tu memoria mucho tiempo, es una película con una propuesta narrativa y estética para analizar. No la olvidarás rápido porque lo que cuenta no se olvida, al contrario, te quedarás pensando en ella y en otras cosas más, y tu voz querrá unirse a los gritos, y a las pancartas, y a los cánticos de No hay paz sin justicia, porque es verdad. No la hay.
Lo mejor: interesante y arriesgada propuesta Lo peor: el desnivel actoral y cuando cae demasiado en lo genérico Lo más falsete: algunos textos y el final El mensaje manifiesto: No hay paz sin justicia El mensaje latente: el pasado siempre está ahí La escena: el testimonio de la señora en el juicio, la niña con el tanque de oxígeno en la piscina El personaje entrañable: los desparecidos El personaje emputante: los milicos impunes y todos los que los socaparon El agradecimiento: por el riesgo.
CURIOSIDADES
Con La Llorona, Jayro Bustamante concluye un tríptico dedicado al insulto y que según él marcan la historia de Guatemala: Ixcanul, su primer largometraje estaba centrado en la palabra “indio”, Temblores se centraba en la palabra “gay” y La Llorona usa la palabra “comunista” como un insulto que da pie a que cualquier cosa sea posible o justificable.
Jayro tiene actualmente 43 años y ha trabajado en publicidad en la agencia Ogilvy & Mather.
Estudió cine en Francia y en Italia.
En 2015 escribió un libro pedagógico para niños “Cuando sea Grande, Cómo hacer un cortometraje
La película dura apenas 97 minutos y es la primera película guatemalteca en ser nominada a los Globo de Oro como Mejor Película Extranjera.
En Guatemala, la cinta no pudo estrenarse en los cines como se tenía previsto por la pandemia de la Covid-19.