LOST IN CONTEMPLATION OF WORLD

INSTANTES: Erase una vez un cine de barrio

Por: Alejandro Suárez

Tenía yo trece años cuando un amigo me dijo que en el cine Atlas pasaban una película que por nada del mundo me podía perder. Mi amigo era más o menos de mi edad pero daba la impresión de ir un paso adelante en eso de descubrir los secretos de la vida. En aquel tiempo no éramos tan cursis y solemnes y a los “secretos de la vida” los llamábamos por su nombre, así que enseguida le creí cuando expuso sus argumentos para describir una película “que hay que ver”: tipos violentos, cuchilladas, tiros, rubias fatales, culos y tetas. El siguiente sábado, después de una siesta, le robé un peso a mi madre, me puse pantalones largos, pedí permiso y me fui caminando al cine Atlas.

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En la Habana de los ochenta la economía no había tocado fondo y había varias decenas de salas de cine; en algunas pasaban estrenos, en las otras (la mayoría), cualquier cosa. Con qué procedimiento el burócrata de turno decidía que en tal cine de Santos Suárez pasaran tal película es algo que escapa a mi lógica (y seguro que a la del burócrata de turno). Después estaba el sistema de clasificación según su contenido: “para todas las edades” si era una película infantil,  o “para mayores de doce años” si no había exceso de sangre, disparos y manoseos o si era una película cubana con mensajes positivos para la mente del hombre nuevo, o “para mayores de dieciséis” las de sangre, sexo y lenguaje de adultos, o sea: las buenas para los que no teníamos dieciséis.

Después de comprar la entrada, un cincuentón calvo con poca predisposición a la sonrisa me examinó y comprobó que con mi pubertad tardía estaba lejos de aparentar siquiera la edad que tenía, pero el señor tenía otras prioridades en su vida, era sábado en la tarde y no había la más mínima posibilidad de que alguna autoridad verificara su eficacia como velador de la moral socialista. Con expresión hostil rompió mi entrada, me dio paso e hizo contacto visual con algún otro espectador que venía tras de mí.

Recuerdo que estuve nervioso hasta que apagaron la luz, recuerdo que a los pocos minutos entendí el entusiasmo de mi amigo y  la historia me atrapó y las casi tres horas se fueron volando, recuerdo la escena en que el protagonista, casi niño, mata a navajazos al cabrón que mató a su amigo, recuerdo un policía con el pantalón a media pierda copulando con una chica en alguna azotea neoyorkina de principios de siglo, recuerdo a De Niro, recuerdo que ciertas escenas venían acompañadas con una música que no sabía si me gustaba, me inquietaba o me ponía los pelos de punta (o todo a la vez)  y recuerdo que la película se llamaba “Érase una vez en América” y varios años después supe que la había dirigido un tal Sergio Leone pero en ese momento no retuve el nombre (en aquel tiempo el director de una película era un personaje poco atractivo para mí) a diferencia del compositor de la “musiquita-gustosa-e-inquietante”: Ennio Morricone, de quien sí retuve el nombre porque me pareció sonoro y con ciertas reminiscencias gastronómicas.

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Recuerdo que cuando salí ya era de noche y no me preocupó llegar tarde porque sentía que había crecido, que los transeúntes con que me cruzaba en la avenida de vuelta a casa tenían problemas parecidos a los míos, yo había visto una película de tres horas con mafiosos sin escrúpulos, culos y tetas y ya me podía considerar un hombre vivido y con recursos para enfrentar el destino.  Recuerdo que en algún momento de la caminata tuve la sensación de que en el bolsillo derecho de mi pantalón llevaba una navaja sevillana lista para entrar en acción a la primera provocación de cualquiera que se pasase de la raya. Recuerdo que pensé en Adela, una rubia provinciana que se había mudado recientemente a mi cuadra y a quien todos querían conquistar, incluyendo Manolo, el rufián del barrio, a quien esa noche quise buscar y plantearle las cosas cómo eran. Decirle, por ejemplo: “Adela es mía y de nadie más”, y si se resistía…, pues yo ya sabía lo que tenía que hacer.

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Llegué a mi casa, mi madre me riñó por llegar tarde y no avisar, me asomé a la ventana y mi rubia fatal no estaba en el balcón y tampoco divisé a mi enemigo. Tuve un repentino ataque de celos pensando en que quizás estaban juntos y que si mañana comprobaba tal cosa no la pasarían bien ni uno ni el otro.  Cené rápido y me fui a dormir con rabia.

Recuerdo que me costó conciliar el sueño pensando en la película y que daba vueltas en mi cama y que no me podía sacar de mi cabeza la música del tal Morricone.

El domingo desperté cansado. Busqué en el bolsillo de mi pijama: no encontré la navaja.

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