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LITERATURA: La Uruguaya de Mairal

Por: Marcelo Añez

No hay un libro para todos. Hay un libro para cada uno. O dicho con más precisión; hay un libro para cada momento por el que nos toca transitar en esta vida. Espiar experiencias ajenas e intensas por una ventana-libro, de algún modo nos devuelve luego a la vida propia siendo más conscientes y acaso más sabios. Si me forzaran a definir el target de este libro yo diría que es para: “latinoamericanos de clase media, frustrados laboralmente, cercanos a la crisis de los cuarenta, que acaban de formar familia y tienen uno o más hijos chicos, y que se descubren de manera más o menos frecuente y en secreto (con culpa), agobiados por la carga que representa el matrimonio y la crianza”. Estimo que el libro pega mejor en hombres, pero no descarto que a las mujeres les pueda divertir eso de husmear en las confesiones del protagonista.

La Uruguaya de Pedro Mairal aborda un lado impopular, poco vendible y políticamente incorrecto de la paternidad y del matrimonio. Acostumbrados como estamos a escuchar que la paternidad cambia la vida para bien y que el matrimonio es, más o menos, un espacio que se construye de a dos para crecer juntos como personas, en un ejercicio de responsabilidad y honestidad de largo plazo. O que ambas cosas son difíciles pero hermosas. Llama la atención que se aborde la dualidad y la contradicción que asoman siempre en cada verdad absoluta. Porque no es común que se haga literatura del Lado B de la felicidad, deslizar cuestionamientos a estos ashrams de la vida burguesa. Ni es bien visto apedrear -así sea con sutileza- los sagrados sacramentos o pintar el lado oscuro de la paternidad y del matrimonio como una carga, un peso que asfixia y acorrala a esa utopía personal llamada libertad individual. Mairal lo hace. Desde la ficción, claro. Y con eficacia. Tanta que, cuenta el autor en una entrevista, debió hacer, junto a su mujer, un asado (un churrasco diríamos acá) para aclarar a los amigos que no, que no se estaban separando. Que todo estaba bien.

Pero La Uruguaya, como todo buen libro, es eso pero no es solo eso. Tiene varias otras historias que corren paralelas. De fondo, una relación que silenciosamente se cae a pedazos. El descenso en la pirámide económico-social del protagonista: el paso de una juventud de clase media acomodada a una adultez llena de estrecheces que fuerzan a buscar cobijo en los servicios estatales (tan temidos por las clases medias altas latinoamericanas). La del chico que creció en una familia acomodada y creyó que el dinero llegaba solo y que siempre estaría, y con una actitud desganada fue indiferente al vulgar asunto terrenal de poner suficiente garra en desarrollar una carrera, un oficio, que más tarde le permitiese ganarse la vida. También está el conflicto masculino de haber fallado como proveedor. Y la inseguridad que sobreviene al hecho de ser mantenido por la esposa, su efecto colateral, real o inventado: la tortura de los celos por la convicción de que tu pareja te engaña. Y hay también, de fondo, pintada con gracia e ingenio, la relación entre Argentina y Uruguay: el caos y el orden. El viaje corto y surrealista que por el cepo cambiario kirchnerista se ve obligado a realizar el protagonista. Salto al otro lado del charco para traer los dólares salvadores. Cruce del Río de la Plata, nunca tan bien puesto el nombre. Dólares que de ser convertidos a pesos en Argentina hubiesen perdido más del 50% de su valor por la insania de tener dos tipos de cambio (gran negocio para unos cuantos vivos) e impuestos de primer mundo. No deja de ser curioso el hecho de que pocas veces la literatura aborde el tema del dinero.

Y está, por supuesto, la columna vertebral del relato; la historia de querer aprovechar el viaje arreglando el reencuentro clandestino en Montevideo con una chica joven a quien el protagonista había conocido un tiempo atrás en un festival de escritores en la playa de Valizas, Uruguay: Magalí Guerra. Recoger dólares y tirarse una canita al aire: dos pájaros de un tiro. Pero nada sale según lo planeado.

De todo eso nace la larga carta confesional que es este libro. Escrito en primera persona, como para explicar –explicarse- el tsunami de cosas sucedidas en tan pocas horas (que venían incubándose desde hacía mucho) y que terminarían por dar un vuelco a la vida que había llevado hasta ese momento el protagonista.

Hace muchos años, allá por 1998, recuerdo haber comprado en un kiosko de Buenos Aires “Una Noche con Sabrina Love”, premio Clarin de novela de ese año, también de Mairal. Ese mismo día me pasé la noche despierto leyéndola. Me deslumbró su sencillez, la magia de esa novela. Algo así me pasó otra vez, veinte años más tarde, con La Uruguaya. Si algún rato quieren dejar sus smartphones y ejercitar lo que les queda de capacidad para prestar atención, léanlo. Se los recomiendo. Está bellamente escrito, con inteligencia y humor, con profundidad. Y se lee de un tirón. Hasta ahora no vi el libro en librerías locales. Si conocen a alguien que viva o vaya a Argentina pueden encargarlo de allá. O también pueden conseguir la versión digital en iBooks. Vale la pena.

CUENTO: Un hombre sin suerte (Samanta Schweblin)

Childhood__s_dream_by_c_timeEl día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.

–Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.

La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.

Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.

Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:

–Sacate la bombacha.

Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:

–¡Sacate la puta bombacha!

Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.

Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.

–Vamos, vamos –dijo papá.

Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.

–Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.

Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.

–¿Qué tal? –preguntó.

Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.

–Bien –dije.

–¿Estás esperando a alguien?

Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:

–¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?

No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.

–Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado.

El papelito tenía el número 92.

–Vale por un helado, yo te invito –dijo.

Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.

–Pero es gratis –dijo él–, me lo gané.

–No.

Miré al frente y nos quedamos en silencio.

–Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.

Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.

–Es mi cumpleaños –dije.

“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.

–Pero… –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?

Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le llegaba a los hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:

–No tengo bombacha.

No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.

–Pero es tu cumpleaños –dijo él.

Asentí.

–No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.

–Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.

El se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.

–Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo.

–¿Dónde?

–Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.

Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó. con una mano a las asistentes.

–Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.

Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.

–Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.

–No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.

–Ok, darling –dijo.

–Quiero saber a dónde vamos.

–Te estás poniendo muy quisquillosa.

Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.

–Es acá –dijo.

Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.

–Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady?

Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.

–Esta –dije–. Pero no tengo dinero.

Se acercó un poco y me dijo al oído:

–Eso no hace falta.

–¿Sos el dueño de la tienda?

–No. Es tu cumpleaños.

Sonreí.

–Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.

–Ok Darling –dije.

–No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.

Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.

–Todavía podés elegir el otro.

Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.

–Hay que probarla –dijo.

Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.

–¿Cómo te llamás? –pregunté.

–Eso no puedo decírtelo.

–¿Por qué?

El se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.

–Porque estoy ojeado.

–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?

–Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.

Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.

–Podrías escribírmelo.

–¿Escribirlo?

–Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.

–Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?

–¿Y cómo se enteraría?

–La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.

–Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.

–Yo sé lo que te digo.

Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.

–Pero es mi cumpleaños –dije.

Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.

–No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.

Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.

Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.

Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. El me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

LIBROS: Clarice: tantas Clarices…

 Yo soy capaz de vibrar, de vibrar como la cuerda tensa de un arpa

Qué linda frase! una frase así hace que queramos conocer a su autor/a. Invoca una imagen poderosa. Una frase así solo puede pertenecer a Clarice. La gran Clarice Lispector. La que vibra es ella.

Clarice nació en Ucrania, pero su familia se mudó a Brasil cuando ella era apenas un bebé. Pienso que eso la hace más brasileña que ucraniana, ella pensaba igual. Ya brasileña, cuenta que fabulaba desde los 7 años, y que mandaba sus textos para concursos infantiles y se los rechazaban porque no había historias, ni argumento, sino descripción de sensaciones, de sentimientos. A los 9 perdería a su madre, pero la orfandad materna no le quitaría la capacidad de fabular. Al contrario, crecería y se convertiría en una escritora prolífica. Sería una de aquellas gemas que la generación del 45 dejó. Una autora cuya voz  vibraba como el arpa misma.

Y como nunca es tarde cuando la dicha llega, la editorial Siruela regala a los fans y curiosos, un compendio de textos llamado “Donde se enseñará a ser feliz y otros escritos”, en el que se reúnen fragmentos, cuentos, ensayos, notas periodísticas, entrevistas, columnas y traducciones de esta escritora.

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Estos pedazos de Clarice tienen que ver con esa máxima nostálgica tan suya:

Me gusta de una manera cariñosa lo inacabado, lo mal hecho, aquello que torpemente intenta un pequeño vuelo y cae sin gracia al suelo

A los 23 años publicó Cerca del corazón salvaje, novela que la pondría directamente en el ojo de la intelectualidad brasileña y que la convertiría en una de las narradoras femeninas más prometedoras de su generación.

El matrimonio (maldito, él) hizo que pasara 15 años de su vida viajando, siguiendo la carrera de diplomático de su esposo, rebotando de país en país y añorando terriblemente al Brasil que la vio crecer. Distancia/Anhelo que influiría en su obra.

El libro que nos atañe le da una mirada a su obra menos conocida, esa que pertenece a fases de su vida muy marcadas, esas que hablan de la Clarice mujer. Digamos que los pasitos que dio para llegar a ser llamada por nombre y apellido: Clarice Lispector.

La primera parte está dedicada a una selección de relatos cortos a los que nos introducen como “Clarice, escritora principiante”. Podemos leer El Triunfo donde una trastornada Luisa sufre el abandono de su amante. La desesperación de encontrarse sola, la certidumbre de que ÉL no volverá y un, a veces, molesto retrato de mujer dependiente y patética, son los ingredientes principales. Gracias a Dios, el final nos revela algo más. Luisa no es tan patética, aunque sí algo pelotuda y no menos ingenua en su cierre: Una pusilánime aceptación de la debilidad del otro como motivo de gloria.

En Jimmy y yo, la protagonista explora la naturaleza primitiva de las relaciones. Narra con despreocupación su enamoramiento por Jimmy, al que le sigue una no menos despreocupada inclusión de un tercero en discordia con el que se rompe el primitivo equilibro hegeliano. ¿La conclusión? Somos simples animales.

Cartas a Hermengardo, por otro lado, es un texto escrito en primera persona (para variar) en el que una voz femenina habla sobre aspectos varios.

Somos la única presencia que no nos dejará hasta la muerte,

afirma sabiamente. Lanzar piedras, es más fácil que arrastrar cadáveres, dice. Chupar caramelos de menta, aconseja. Y sobre todo, escuchar la Quinta Sinfonía de Beethoven a través del silencio.

Ya para dejar a la escritora principiante, Fragmento desnuda nuevamente a un personaje femenino que en el fondo es rebelde, autosuficiente y con sus propios sueños, pero que en la superficie depende emocionalmente de su pareja: Flora entra a un bar a esperar a Cristiano. La espera se alarga y ella empieza a imaginar razones por las que el hombre no llega. Rápidamente se ve abandonada, humillada y denigrada. En dos líneas finales, la autora pinta a Flora como la triste mujer que es, aquella que esperó en un bar a Cristiano, y que mientras esperaba a Cristiano se sintió morir.

Rápidamente conocemos a Clarice periodista, que a los 20 años entró a trabajar a la Agencia Nacional en un escenario laboral dominado por los hombres, esa que se ruborizaba ante las malas palabras dichas por sus colegas.

El artículo Donde se enseñará a ser feliz describe la inauguración de una casa para 5000 huérfanas a las que se les dará educación, techo y alimentación. Sobre el futuro escribirá:

Las jóvenes sabrán, entonces, que se espera de ellas que cumplan con el serio deber de ser felices

Una visita a la Casa de Expósitos es más una crónica de Clarice, de su experiencia en un hogar de niños fundado por Romao de Matos Duarte. Su descripción de los niños abandonados que seguramente esperan a apagar la luz para llorar, o su reclamo a las autoridades que intentan frenar la aceptación de niños sin datos en los orfanatos, como si los niños abandonados pudieran exigir llegar con nombre y apellido, son parte de este emotivo relato.

Clarice-Lispector

En Clarice estudiante, sabemos que el único motivo por el que terminó su carrera de Derecho fue porque una amiga le dijo que ella nunca terminaba nada de lo que empezaba. Ni siquiera recogió su título, y al conocer a su marido se embarcó en los viajes que su papel de esposa de diplomático requería. De su época de estudiante se rescatan dos textos 1) Sobre el derecho a castigar, en el que reflexionará acerca de cómo el fundamento de derecho a castigar es simple morfina para la sociedad y que en la práctica no soluciona el problema del crimen; y 2) ¿Debe trabajar la mujer? Diatriba sobre el destino biológico de la mujer y un reflejo de la época en la encuesta que aplica entre sus compañeros. Ambos textos se leen algo ingenuos, con ese toque de rebeldía propia de la juventud, pero sin la profundidad que solo da la vida y el sufrimiento. Aún así, su ingenuidad cuestionadora es reconfortante en una sociedad como la cruceña, donde el 80% de estudiantes universitarias ni siquiera se plantea algo tan básico como la efectividad del castigo, y ya ni hablar sobre el papel de la mujer que proclama que todas seamos Susanitas (Quino) nos casemos y tengamos hijitos entre los 20 a los 25 años.

Llegamos a la faceta más humilde: Clarice, la dramaturga, en la que se embarcó una sola vez con el texto La pecadora quemada y los ángeles armoniosos que escribió mientras estaba embarazada de su hijo Pedro. Después de publicarlo en 1964, nunca más volvió a escribir para teatro.

He descubierto una especie de estilo polvoriento , una especie de estilo que está siempre debajo de nuestro estilo

le comentaba a un amigo acerca de la experiencia: Un pueblo, una pecadora, un esposo, un amante, un sacerdote. La única que no habla es la pecadora, la pecadora es la que engaño a su esposo con su amante, y el amante alega que a él lo engañaba con el esposo. Una vez más la mujer es la muda heroína estoica que sufre los embates de una sociedad machista.

Dejamos de lado a todas las Clarices conocidas para sentir a Clarice madre. Esa que escribió Conversaciones con P., extractos de un cuaderno en el que recopila las charlas que tiene con sus hijos Paulo y Pedro. El mundo infantil, sus excentricidades, la ternura de afirmaciones tales como: “soñar con el ojo” o preferir la palabra exposible a imposible, son algunas descripciones que Clarice realiza de su vida como madre… El valor literario de esta sección se encuentra en las apreciaciones que solo un niño puede hacer.

Luego pasamos a la columnista. Cuando Clarice se divorcia, sus gastos no pueden ser cubiertos solo con la venta de sus libros, así decide participar como columnista de algunas publicaciones, siempre y cuando se haga con seudónimo. Ese capricho era parte de su temor de empañar su carrera literaria con columnas femeninas sin contenido. Sin embargo, escribió algunas como La hermana de Shakespeare, genial, genial escrito que transcribo íntegramente por ser cortito y pendejo. El texto es a propósito de Una habitación propia de Virginia Woolf.

Una escritora inglesa-Virginia Woolf-, queriendo probar que ninguna mujer, en la época de Shakespeare, podría haber escrito las obras de Shakespeare, inventó para él una hermana llamada Judith. Judith tendría el mismo genio que su hermano William, la misma vocación. En realidad sería otro Shakespeare, solo que, por gentil fatalidad de la naturaleza, llevaría faldas.

Antes, en pocas palabras, Virginia Woolf describió la vida del propio Shakespeare: había asistido a escuelas, había estudiado en latín a Ovidio, Virgilio, Horacio, y además todas las otras bases de la cultura; de niño había cazado conejos, deambulado por los alrededores, observado bien lo que quería observar, almacenado infancia; ya muchacho, se vio obligado a casarse a toda prisa; esa ligera liviandad le dio ganas de escapar y ahí se fue, camino de Londres, en busca de fortuna. Como está probado le gustaba el teatro. Empezó por colocarse como vigilante de caballos en la puerta de un teatro, después se metió entre los actores, consiguió ser uo de ellos, frecuentó el mundo, afiló sus palabras en contacto con las calles y el pueblo, tuvo acceso al palacio de la reina, acabó siendo Shakespeare.

¿Y Judith? Bueno, Judith no iría a la escuela. Y nadie lee latín sin saber al menos las declinaciones. A veces, como tenía tantos deseos de aprender, cogía los libros de su hermano. Sus padres intervenían: le mandaban a zurcir medias o vigilar al asado. No por maldad: la adoraban y querían que fuese una verdadera mujer. Llegó el momento de casarse. Ella no quería, soñaba con otros mundos. Su padre le pegó, vio las lágrimas de su madre. Luchando contra todo, pero con el mismo ímpetu de su hermano, ató su fardel y huyó a Londres. A Judith también le gustaba el teatro. Paró a la puerta de uno, dijo que quería trabajar con los artistas; hubo una carcajada general, todos imaginaron otra cosa. ¿Cómo podría conseguir comida? No podía seguir andando en las calles. Alguien, un hombre, sintió pena por ella. Poco después esperaba un hijo. Hasta que una noche de invierno se mató. “¿Quién?”, dice Virginia Woolf “podrá calcular el calor y la violencia de un corazón de poeta cuando está preso en el cuerpo de una mujer?”.

Y así acaba la historia que no existió.

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Pasamos a Clarice, ensayista y traductora. Con tiempo suficiente para leer un discurso que escribió sobre Literatura de vanguardia en Brasil, y un texto sobre su labor de traductora: Traducir procurando no traicionar. En ambos destaca la honestidad con que valora su trabajo y la humildad sobre su talento.

Como conferenciante, los textos elegidos están relacionados a su paso por el Congreso Mundial de Brujería, acto al que asistió por placer, ya que ella misma tenía supersticiones y creencias que solo conocían sus más allegados. En esta sección encontramos: Literatura y magia; y El huevo y la gallina.

Llegando al cierre del libro, estamos ante la Clarice que sufrió graves quemaduras luego de quedarse dormida con un cigarrillo encendido, estamos ante la Clarice que morirá de cáncer en un año. Esa Clarice que gustaba de hacer entrevistas, que había entrevistado a Pablo Neruda, Oscar Niemeyer, Chico Buarque, Carlos Scliar, pero que odiaba ser entrevistada.

La hazaña es conseguida por los escritores Affonso Romano y Marina Colasanti, a pedido de la misma Clarice y a ellos se suma Joao Salgueiro director del Museo da Imagen e do Som de Río de Janeiro.

Una de sus expresiones más inteligentes fue cuando le preguntaron sobre los premios literarios:

Los premios están fuera de la literatura; además, literatura es una palabra detestable, está fuera del acto de escribir

Durante 2 horas, la entrevista que esta vez permite, termina de dibujar el perfil de todas las facetas que el libro recorre, de todas esas Clarices de furioso pelo rojo y marcado acento en la rr : Clarice Lispector.

Escritora. Más solitaria que independiente, dijo un amigo suyo.

Mónica Heinrich V.

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